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José Amador Pérez Andújar.

“¿Por qué piensan que las películas iraníes están hechas para ser casi guías turísticas político-sociales de Irán?” 

(Mani Haghighi en la conferencia de prensa del Festival Internacional de Berlín, 2018.)

Algo de molestia se puede filtrar en la confección de esa pregunta y, derivada de la misma, algo de rabia se puede infiltrar en la periferia narrativa de Pig (Irán, 2018) escenificando un Irán poco frecuente. El comienzo puede parecer anecdótico pero encierra una propuesta formal que irá amplificándose en el relato. La cámara sigue a un grupo de chicas por las calles de Teherán. No dejan de parlotear acerca de sus ídolos cuando por la esquina derecha del plano corre un hombre hacia ellas, no para agredirlas sino para pasar de largo, llamando su atención sobre una cabeza humana en el arcén. Todo lo que acontece en Pig puede llegar a ser superfluo, y lo nuclear es lo que sugieren sus imágenes.

El espectador que asuma el reto se verá atraído por la sucesión de unos hechos: los asesinatos de varios directores iraníes perpetrados, supuestamente, por un psicópata, y por supuesto el seguimiento y esclarecimiento del crimen. Estaríamos habitando los límites del thriller pero eso no es lo fascinante; podríamos estar asistiendo a una comedia o a un drama indistintamente, pero tampoco sería lo relevante y aunque la ironía y la parodia se posicionen como distancias críticas (las secuencias que tienen que ver con el musical más kitsch del baile de las cucarachas o la que imita a los péplums) lo que pivota frágilmente, como la mente de su protagonista, es la historia de Hasan (Hasan Majuni) en estado de pánico constante. Bien sea por la preocupación que siente por su hija, a la que pide que se haga un selfie para comprobar que efectivamente va acompañada de sus amigas, o bien la presión de una fan, que parece estar en todos lados espiándolo, sin olvidar de las dos directrices por las que versa su vida, ambas de raigambre sentimental: la primera de raíz maternal, representada en su madre de fuerte personalidad fraguada entre dos países como son Irán y Turquía; y la adoración, rayando lo psicótico, por su musa y actriz, que le acaba de dejar.

Por tanto el protagonista, director de cine censurado en su país, marginado a la publicidad, sobrevive como puede alimentándose de una frustración que le llevará por el camino de la ira, conduciéndolo por un Irán que no es precisamente esa guía turística de la que se queja Haghighi, donde hay cabida para fiestas fellinianas al son de Boney M y su ‘Daddy cool’ versionado electrónicamente, pasando por momentos de angustia y desasosiego lynchianos en la comisaría, hasta denuncias del poder de las redes sociales como vehículos conductores de una sola cosa: el odio al prójimo.