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Sangre, barro y estiércol

En Matadero confluyen tres tiempos diferentes: el que se representa en la película que están haciendo los personajes (el siglo XIX, cuando Esteban Echeverría escribió el texto), los años setenta, que es cuando ellos ruedan la película, y el presente. ¿Cómo fue este trabajo con un mismo texto en diferentes tiempos?

Yo tenía ganas de trabajar sobre un rodaje en los años setenta y conversando con Edgardo Dobry y Lucas Vermal, con quienes hice el guion, salió la opción de plantear El matadero como texto a adaptar. Y ahí empezó a tener sentido la escala temporal. Echeverría escribe El matadero hacia 1830-40, pero este no se publica hasta 1870. Así que es un texto que tomó tiempo y en el que se difiere la escritura, como si tomara distancia para acercarse a esa materia tan cruda que contiene. Los setenta, además, son una década importante en Latinoamérica, porque es allí donde más se discute la división de clases y se intenta establecer una línea para romper esa insuperable distinción clasista. Es la década utópica y que a la vez acaba descuartizada, donde todos los sueños terminan siendo un drenaje de horror. Ahí me parecía que había una posible espiral.

¿De dónde surge el interés por revisar El matadero hoy?

El matadero es la primera ficción que se escribe en Argentina y me parecía muy sintomático que no se hubiera adaptado al cine. Es esa primera ficción (en cierta forma matriarcal) de la literatura argentina, que inscribe una serie de tensiones e imaginarios muy complejos que andan siempre flotando por todas las otras ficciones, pero que nunca se abordan directamente. Y al trabajarlo en profundidad se entiende por qué no. Porque es una lucha fratricida sin solución entre las clases y el pueblo, a quien Echeverría, de un modo muy resentido, atribuye la violencia. Es un retrato del pueblo desde lo bárbaro y lo violento, mientras la ilustración está del lado del joven letrado, que ha sido educado en Europa, presumiblemente como Echeverría también. Que también es una lucha por definir lo que sería el Estado argentino: ¿es el que va a ser establecido por las clases educadas o el que integre lo popular? Cada opción tiene sus complejidades y matices, y todas ellas encuentran lugar en un espacio como el matadero. En su momento los mataderos eran al aire libre. Era una topografía de sangre, barro y excremento, donde se daba la fiesta carnavalesca de las clases populares, revolcándose por trozos de carne en Semana Santa (que es donde empieza el texto). Para alguien que no fuese del pueblo, asomarse al matadero era algo casi vedado. Todo este entramado me parecía que tenía una cantidad de problemas suficientes para que la imaginación cinematográfica se pusiera a trabajar.

¿Y por qué plantearlo en términos de una adaptación de la adaptación?

Dice David Viñas que la escena capital con la que se funda la literatura argentina está en El matadero: la del pueblo a punto de humillar, linchar (como una vaca) y descuartizar a un joven ilustrado de las clases altas. Es una escena fundacional porque se lee en todos lados: en Hilario Ascasubi, en Amalia de José Mármol, en Borges y Bioy Casares (quienes tienen un relato espantoso donde los bárbaros rosistas los convierten en peronistas). También está Lamborghini con El niño proletario: una adaptación en reverso de El matadero, donde unos chicos de clase alta ultrajan a un niño de clase obrera. Y así hasta nuestros días… Es una escena que flota como un fantasma por todo el imaginario de la ficción argentina. Nunca termina de dar vueltas y lo hace porque está en lo real. Pero casi siempre en la literatura ha pasado a ser de un lado o de otro. El pueblo que ultraja al chico de clase alta o viceversa, juntando cada vez más sangre y más odio. Quisimos, sin dejar de pensar en la brutal dinámica que esto implica, tratar de inscribir El matadero en otro lado. Pensar la gramática, la forma profunda de ese horror. Y el cine dentro del cine nos permitía pensar más en ‘cómo’ representar que en reproducirlo en una nueva declinación.

Hay en la película un juego constante entre la violencia implícita y la violencia explícita… ¿Cómo trabajó esto?

Me interesaba mostrar cómo la violencia tiene ecos mayores en otra que uno no ve o de la que no participa. En los setenta se suelen alegorizar mucho las matanzas reales con las ficcionales. Lo hace Coppola, por ejemplo, en Apocalypse Now, donde monta en paralelo la muerte de Kurtz con la de un caribú. Es algo que viene también de Eisenstein, quien en La huelga cuenta la represión de los obreros montando en paralelo con las reses que matan en un matadero. Así que esto está también en el imaginario del cine. A nosotros nos parecía importante sacarlo de ese montaje paralelo e inscribirlo en el relato. Estamos trabajando con El matadero, estamos viendo un matadero real y vemos a flor de piel todas nuestras limitaciones cuando entramos a ese lugar que produce los bistecs que comemos. Ahí me parecía que había una reflexión sobre cómo esas imágenes están en el texto matriz y en el imaginario de los argentinos. El origen de toda la ficción argentina es ese charco de sangre, barro y estiércol.

Y en ese terreno nos encontramos con la escena que transcurre en un matadero real…

La decisión de rodar en un matadero real nos hacía exponernos a muchos problemas. Se trataba de una producción muy ajustada, en una línea de trabajo cercana a la serie B, por lo que intentábamos no hacer escenas complejas que sobrepasaran nuestras capacidades. Pero esta escena era importante por muchas razones. Primero, quería que los peones retratados en la película fueran verdaderos trabajadores, entonces hice el casting en ese matadero y quise ver el funcionamiento real de este. Además, el matadero en el que rodamos mantiene la misma estructura y funcionamiento que en los años setenta. Y queríamos darle voz al propio espacio, muy en la línea de lo que hace [Frederick] Wiseman, cuyas películas revelan siempre la lógica detrás de la institución.

Por otro lado, los actores jóvenes con los que trabajamos (los que interpretan a los actores en la película y a Vicenta) nunca habían estado en un matadero, y allí encontramos lo real en la ficción. Hay una transferencia de la muerte del animal a esos cuerpos que van a iniciar la ficción sobre el texto de Echeverría. Creo que era incluso un poco animista: ir al lugar donde esos ecos resuenan de verdad y te tocan. Queríamos que esa escena tocara y un poco sacara al espectador de la ficción.

Esta violencia se traduce también en las tensiones que se generan en el interior del rodaje. Incluso los personajes de los actores, que son jóvenes políticamente comprometidos, en ocasiones caen en actos clasistas… ¿Era su intención mostrar estas contradicciones?

No únicamente. Todos los personajes tienen, más que contradicciones, matices. Creo que siempre que alguien intenta un retrato de otra clase hay fricciones. En el cine, y en particular en el cine latinoamericano, hay una cantidad de directores que buscan retratar al pobre y hacerlo lo más pobre y miserable posible. Nunca he dejado de pensar en el grandísimo retrato que hacen Luis Ospina y Carlos Mayolo en Agarrando pueblo (Vampiros de la miseria). Es un retrato al que hay que volver siempre que haya dudas… Entonces lo que quería era entrar en esos matices y esas complejidades: qué hace el cine cuando intenta retratar una clase, cómo dentro del propio cine hay distancias, y cómo muchas veces se utiliza el material humano para encajarlo en un cuadradito y después dejarlo al costado. Ahí me parecía que había un terreno donde hurgar.

Y, por otro lado, me interesaba no tanto mostrar los gestos clasistas de los ‘chicos progres’, sino ver cómo luchaban contra el clasismo estructural que los atraviesa. Al final lo que importa es que ellos hacen un esfuerzo por tratar de moverse desde ahí. Uno de los primeros actos políticos es reconocerse no en el bando de los buenos sino en el de los que tienen problemas. La escena en la que uno de los peones intenta ayudar a una de las actrices a subirse al camión en mitad de la noche fue una de las que más discutimos y trabajamos, porque es una escena que refleja estas complejidades. Porque a partir de ahí cada uno proyecta los fantasmas sobre el otro, y de esos fantasmas sale lo peor de nosotros mismos. Me interesaba mostrar esos matices, cómo alguien que hoy vota al partido más progresista aún se cruza de acera según en qué ocasiones y evita según qué barrios. Todos tenemos pensamientos clasistas porque hemos sido educados en sociedades clasistas, y es algo que nos duele. Pero, ¿qué pasa si se trabaja desde ese dolor? Ese me parecía el enclave desde donde partir. El sueño de los prejuicios clasistas produce monstruos. Y estos personajes están peleando con ellos adentro…

El fuera de campo, que es algo que ha trabajado en sus investigaciones académicas, tiene también un lugar muy importante en la película… Incluso hay un guiño directo hacia el final del film, cuando al ser cuestionado por Vicenta por la violencia de sus imágenes, Jared dice: “no me gusta el fuera de campo”, con lo que además marca una distancia clara con el personaje del director americano…

Lo que más me interesa del fuera de campo es lo no hecho. Ver cómo este te permite inscribir en una obra lo que no se ha hecho o no se ha terminado de hacer. En este caso está, por ejemplo, la película del americano, que uno solo ve por los bordes. Nuestra película se desliza por arriba de su película, y a la vez sobre la película que los jóvenes actores militantes podrían haber hecho. Todas esas películas son parte de nuestra película. Y todo eso permite inscribir lo no hecho. El cine casi siempre trabaja más lo que se ve que lo que no se ve. Y el trabajo del fuera de campo en esta ocasión fue el de lo que va apareciendo entre los pliegues, entre las escenas. Queríamos lograr que esa violencia mítica originaria del texto de Echeverría no estuviera en ningún sitio concreto, sino que fuera un fantasma a lo largo de todo el film. Esa era la gran ambición de forma y de estructura: diseminar El matadero –no el contenido, no lo concreto, sino la pulpa pulsional, instintiva–.

Si bien Matadero no es una película de terror, en muchas ocasiones se observa un interés por acercarse al género…

Para mí, el terror es un género madre. El buen cineasta de terror estira el tiempo como una cuerda de violín que está todo el rato a punto de cortarse. El trabajo de puesta en escena y, sobre todo, de puesta en escena temporal del cine de terror me parece fascinante. Mi tesis estuvo centrada alrededor de los fueras de campo de Jacques Tourneur en la serie B, así que es algo que habita en mí y un género por el que tengo mucha admiración y respeto. Lo que hace Tourneur junto a [Val] Lewton es no mostrar el objeto fuente del terror sino cómo eso incide en quiénes lo ven. Es la primera vez que el terror no solo pasa al fuera de campo, sino que pasa a estar en todos lados. Lo que más me interesa de Tourneur es precisamente lo que no entra en la imagen, eso de lo que desconocemos su escala. Porque nadie sabe muy bien la mesura de sus propios demonios. Y los demonios clasistas son como temores de tentáculos insondables. Se trataba de pensar que ese demonio no termina del todo de tener cuerpo, sino que encuentra encarnaciones o excusas en una infinidad de lugares.

Una película que me fascina en esa clave es El resplandor, de Kubrick. Dice Mark Fisher que cuando los fantasmas sobrenaturales pierden su peso los fantasmas de lo real pasan a ser el verdadero terror. Cuando te dejan de asustar las mellizas muertas, piensas qué es lo que realmente te asusta de la película: este señor, vivo y persiguiendo a su familia para matarla. Lo que te asusta entonces es lo real, no lo espectral. Y se trata de llegar a un punto en el que la ficción y lo real se cruzan. Cuando me preguntabas por la violencia implícita y la explícita, esto tiene que ver directamente con lo que se ve y lo que no se ve. En Matadero vemos la lógica del dinero: todo el tiempo se ve cómo circula el dinero y cómo cada vez que aparece, aparece algo más que malo. Como el pergamino maldito en La noche del demonio, de Tourneur. Y eso se ve claro y sonante. Se ve cómo los personajes empiezan a empujar un rodaje para que sea “más real que lo real”. Esa locura muy propia de los setenta y en la línea de [Werner] Herzog, cuando decía que no quería la maqueta de un barco sino un barco de verdad empujado por gente. Se trata de ver esas dinámicas, no las imágenes conquistadas por las dinámicas. Como si viéramos el delirio de empujar un barco mas no el barco flotando en el agua.

También le tengo mucha admiración al terror y a la serie B por las maneras en las que con muchísima sencillez y eficacia tratan temas espinosos sin perder nunca el pulso. Y, salvando las distancias, eso era un poco nuestra intención: trabajar un suspense seco pero continuo, que hiciera que el thriller nunca dejara de avanzar, que siempre hubiese algo ominoso que te empuja y de lo que no puedes salir (como la voz de la narradora que viene de una sala de proyección, posiblemente el lugar más espectral que hay). Matadero es un thriller más del ‘cómo’ que del ‘qué’. Porque casi contamos todo al comienzo de la película, por lo que la pregunta no es “¿qué va a pasar?” sino “¿cómo va a pasar?”. Y el cómo a su vez tiene que ver con el tiempo, el cómo es ‘cuándo’ también, y por eso te preguntas constantemente: “¿será ahora cuando va a pasar eso tan horroroso que me dijeron que iba a pasar?”. Me parecía que esa era una buena forma de trabajar con los géneros madres que son el terror y el thriller.

Hay un plano muy potente que esconde un horror no visto: el de las manos del director de camino a presentar su película al comienzo del film, que luego se replica cuando va de regreso al rodaje, plenamente consciente de todo lo horroroso que va a suceder… Se ven sus manos limpias, sin sangre, casi como aludiendo a aquel episodio bíblico en el que Poncio Pilato se lava las manos después de entregar a Cristo a su muerte…

Es muy del terror también, las manos de Nosferatu y demás… Ahí está, ojalá Matadero pueda ser vista como una película de terror que intenta pensar cosas, que trabaja para que en los agujeros negros del fuera de campo el espectador pueda chocarse con los demonios que proyecta. Fritz Lang decía, sobre el fuera de campo que usó para contar el asesinato de la niña en M, que si hubiera hecho esa imagen habría sido ‘su’ imagen, pero que al no hacerla cada espectador proyecta sus propias imágenes. Ahí están tus vivencias, todo a lo que no llegas a darle forma… Detesto los fueras de campo que esconden algo. Me parecen importantes los que hacen aparecer o manifestar algo a lo que no podemos darle forma.

Daniela Urzola

Entrevista realizada por videollamada, Madrid-
Barcelona, el 1 de noviembre de 2022.