Me gustaría comenzar preguntándole por la cuestión del ‘trabajo cinematográfico’. Prácticamente desde O trabalho liberta (1993) es un tema habitual en su obra. Me gustaría saber qué piensa de las relaciones entre ‘cine’ y ‘trabajo’, y dónde se sitúa usted en esa relación… Cuando rodé O trabalho liberta, incorporé las ideas de un pensador llamado Agostinho da Silva que realiza una diferenciación entre el ‘trabajo’ y la ‘actividad’. En la actividad es donde yo me encuentro, donde yo me identifico… Lo que yo realizo no es tanto un ‘trabajo’ como una ‘inquietud’…
Ya en esa pieza había un intento de utilizar el pensamiento marxista… ¿Le influyó de alguna manera para levantar su discurso? Cuando yo tenía trece años tuvo lugar la revolución del 25 de abril, en el año 74, y claro, como a casi todos los que estábamos en contra del fascismo sentimos esa influencia… llámese marxismo, o de la izquierda en cualquiera de sus tendencias… Supongo que hoy, si hay algo que queda de esa influencia es más bien mi compromiso con la lucha de clases, que todavía existe, o al menos con la idea de desigualdad. Yo creo que hay que estar de un lado, hay que posicionarse… y yo no me encuentro al lado de esa gente que explota a los seres humanos de cualquier manera, o que piensan más en ‘ellos’ que en ‘nosotros’. En mis películas intento no ser dogmático, intento aportar diferentes puntos de vista, como hacía Fernando Pessoa. Por ejemplo en Caminhos Magnéticos (2019), ahí uso algunas frases de escritores de extrema derecha, frases que considero que están bien escritas, que son buenas… Pienso en Milan Kundera, que ya en sus comienzos señalaba que no podía ser político: el espectador y el público son los que deben decidir. Pienso también en los personajes, en el caso concreto de Ciudadano Kane. Orson Welles crea un personaje aparentemente maléfico, pero que también tiene una enorme dignidad. Esa película ofrece una lección inolvidable. Ahora mismo estoy preparando una serie de televisión sobre la resistencia antifascista en el norte de Portugal, y al final, no he construido ‘el bando de los buenecitos’ y el ‘bando de los malos’. Todos ellos son personas, y dentro de todos nosotros hay impulsos que nos pueden llevar a cometer actos obscenos, a aprovecharnos de la debilidad de otras personas. Sin embargo, no quiero tampoco decir que las películas no tengan un punto de vista, e incluso que pueda ser contradictorio. Volviendo a O trabalho liberta, mostré el punto de vista de un personaje, el Padre, con el que yo no estoy nada de acuerdo pero que me resultó interesante, e intenté que se entendiera su posición. O en Manual de evasión (Manual de Evasão, 1994) trabajé con Terence McKenna, Robert Anton Wilson y Rudy Rucker, pensadores con los que yo me identifico, pero que en la pantalla aparecen caricaturizados. Me interesaba esa oposición entre la caricatura y sus ideas de gran profundidad. Con esas técnicas, evito que las películas se conviertan en panfletos, en dogmas.
Hay un rasgo en su filmografía, al respecto, que me interesa mucho: su capacidad para combinar elementos de alta cultura, de baja cultura, para mezclar el humor y el horror… el uso de la música, por ejemplo, con los choques entre música industrial y música popular portuguesa… ¿Cómo realiza ese trabajo de hibridación? Hace un tiempo me hicieron una retrospectiva en Seúl, y allí tuve la oportunidad de hablar con un colega estadounidense que me dijo: “¡Me encantan tus películas! ¡Lo que más me gusta de tus filmes de vanguardia es que no buscas elevar el contenido, sino que son muy carnavalescos!“. Rodar de esa manera es mantenerme fiel a mí mismo. Es algo en lo que creo. El humor nos ayuda a poner las cosas en perspectiva. Por ejemplo, en El barón (O Barão, 2010) utilizo el humor para hablar del fascismo. El protagonista es un personaje fascista al que yo, por un lado soy capaz de entender, pero por otro, no puedo dejar de denunciar. Busco combinarlo con elementos dramáticos, incluso melodramáticos. Es un film que podría considerarse una excepción en mi obra, pero incluso siendo así, fui capaz de mantener los elementos cómicos. Cuando hablé con Nuno Melo, el actor principal —y buen amigo mío—, le dije: “Esta vez no haremos una comedia”. Fue la última película que hice con él antes de su muerte. En cualquier caso, ahora no me interesa usar el humor como una forma de propaganda. Lo hacía en el pasado, cuando participé con algunos partidos políticos de forma activa, pero ahora ya no me interesa tanto.
Nuno Melo también aparecía en una comedia carnavalesca como Delirio em Las Vedras (2016). Sí, es una película en la que no se distingue a los actores de los asistentes al carnaval, están todos disfrazados. Todo se mezcla.
Volviendo a El barón, es una película muy impactante, incluso anómala en el contexto de su trayectoria. Pienso, concretamente, en el uso del blanco y negro, ya que su apuesta por el color en algunas de sus otras películas, voluntariamente muy expresivo, es muy potente. En Lisboa Revisited, por ejemplo, es fascinante… ¡Hay que verla en 3D! Aquí, en la Mostra, la pasarán en 3D.
¿Cómo fue la decisión de rodar en blanco y negro en El barón, entonces? Cuando empezamos con El barón, a la hora de pensar el color mi primera referencia era el Super8 de los filmes de la Hammer. Sin embargo, quería un personaje que fuera no tanto un vampiro de sangre, sino un vampiro de almas, y para eso tenía que volver a las raíces del género, el blanco y negro. Así que me encontré con que, por primera vez, era un film que como director no quería hacer, pero que como espectador sí que quería ver. Recuerdo que de estudiante me había sentido muy atraído por las películas de Serie B, por Fritz Lang, por Torneur… El barón era la película que me daba la oportunidad de reconocerme a mí mismo como cinéfilo. Sin embargo, no quería simplemente copiar el ‘algoritmo’ de todos estos realizadores, sino imaginarme cómo sería un realizador como yo en los años cuarenta.
¿Y cómo se recibió? Lo gracioso aquí es que muchos espectadores, una vez vieron la película, me dijeron: “Esto me recuerda a tal director, o a tal escena”, pero no, no hay nada de eso. No soy Tarantino [risas]. Hay un elemento muy importante para el film que tiene que ver con la luz. En el cine, el espectador otorga menos margen de acción al realizador cinematográfico que al teatral. Por ejemplo, si entre dos planos vemos un cambio de luz que no esperamos podemos producir un extrañamiento. El espectador teatral está más acostumbrado a que la luz funcione como un juego, no busca una justificación realista. A mí me gusta mucho trabajar esa faceta teatral, cambiar el ambiente, incluso en cada plano. Nuno Melo aprovechaba esos cambios de luz también para cambiar su expresión. Me inspiré mucho en los escritos de Branquinho da Fonseca para El barón —también para Caminhos Magnéticos—, me gusta mucho cómo consigue con el uso de la palabra que, sin darnos cuenta, de pronto estemos en una escena completamente diferente. Quería hacer eso. Tiempo después vi Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim vs The World, Edgar Wright, 2010), y me di cuenta de que ambos usábamos un encabalgamiento a partir de los primeros planos, y también el uso de onomatopeyas escritas sobre el encuadre. O Ant Man (Peyton Reed, 2015), en la que encontré un uso parecido de las relaciones entre narrador y personaje que recuerda al que uso en Não sou nada (2023). Al final, a través de recursos aparentemente semejantes podemos conseguir estrategias completamente diferentes.
Esta relación con el fantástico, con los géneros cinematógraficos, es algo que también encontramos en Não sou nada… Creo detectar una especie de relación con un neoclasicismo por la vía del género negro… Sí, ha sido un proceso muy largo. Surgió, hace muchos años, como un proyecto en 3D. Me imaginaba la cabeza de Fernando Pessoa como un edificio en el que habitaban todos sus heterónimos, pero después de un tiempo y por varios motivos, encontramos un antiguo complejo de oficinas de los años treinta. Me llevó allí Rodrigo Arenas, el productor del film. En ese espacio traté de concretizar los sueños de Pessoa partiendo de esos cuadernos en los que aparecía el título de una obra, el nombre del heterónimo, y nada más. Traté de crear ese mundo a partir de los diferentes seres que hubieran podido trabajar para él, en esa fábrica… Sin embargo quise cambiar completamente el personaje de Ofelia, su novia en el mundo real. Quería utilizar otra Ofelia, una especie de antivirus que desfragmentara la cabeza de Pessoa, que sacase de allí a todos sus heterónimos… Creé una mujer fatal que atrajese a todos los elementos por separado. Ayer, precisamente, alguien me dijo que el personaje de Ofelia en la película le recordaba a Verónica Lake y respondí: “¡Totalmente!”. Cuando hablé con Victoria Guerra, la protagonista, para que pudiera prepararse el personaje le sugerí algunas referencias de ciertos personajes. A mí no me gusta hacer referencias a otros cines, pero en este caso sí que tuve que recurrir al cine negro, como Gun Crazy (Joseph Lewis, 1950), para darle algunos ejemplos de ese tipo de figura fuerte, potente, de la mujer fatal. También apunté a películas de los años ochenta, no únicamente de los años cuarenta o cincuenta. En cualquier caso, para representar la pasión de los heterónimos por Ofelia no me basé tanto en las cartas que escribió Pessoa, sino en sus propios textos. Me gustaba ese efecto espejo en el que ella respondía a las palabras y a los textos del escritor. Me interesa referenciar al cine negro, pero como una estrategia dentro de la película.
Hemos hablado de cine negro, de la Hammer, pero también de series, de proyectos en 3D, gran parte de su filmografía se encuentra en YouTube… Da la impresión de que su obra puede filtrarse por todo tipo de ventanas y abordar todo tipo de lenguajes y de posibilidades… ¿Cree que tiene sentido ahora mismo hablar de la ‘pureza del cine‘? El cine siempre fue impuro. Nació del resto de las artes. Es tan absurdo como buscar la pureza de una raza, es algo en lo que no creo. También hay directores que dicen que los filmes de Marvel son malos: pues bueno, no todos. Hay filmes de Marvel buenos y malos, igual que hay cine de autor bueno y malo. Es algo que ya aprendimos en la teoría de la Nouvelle Vague, en su intento por localizar autores dentro del cine industrial, John Ford, Howard Hawks, Hitchcock… Hay algunos creadores que tienen su marca personal, su sello, y otros que no. Eso también ocurre en el cine de autor. No se trata de ‘hacer cine de autor’ sino de ‘ser autor’, como por ejemplo lo era Godard. En mi caso, el autor que más me ha influenciado quizá sea Resnais, con Providence (1977), su capacidad para abordar con libertad el montaje, la misma impureza de sus temas. Uno es autor por la ‘forma’ en la que hace lo que hace, y no por el ‘tema’ que trata. Todos los cineastas son impuros, ya que ponen su personalidad dentro de un tema y después utilizan diferentes estrategias que pueden venir del teatro, o de cualquier otro arte. Yo no siento que ahora haya peores realizadores de los que había antes. Quizá, hay peores espectadores [risas]. Creo que no existe el ambiente adecuado para crear filmes que lleven a la reflexión: cada vez nos encontramos con situaciones más conflictivas, hay una mayor búsqueda de evasión y mayores dificultades para enfrentarse al mundo real. Por eso, cada vez también tenemos menos salas en las que podamos compartir este tipo de cine libre. Es parte de un cambio social. Antes había colas enormes para ver las películas de Godard, cuando Godard era un cineasta popular, pero ahora todo eso ha cambiado. Los espectadores tenían ganas de ver ese cine. Ahora, el mestizaje es el secreto para la supervivencia: mezclar las cosas. Cuando no mezclamos, todo se debilita, como ocurre con las sociedades cerradas, las islas, las monarquías… Lo mismo ocurre con el cine de autor. La culpa no es únicamente de los cineastas, sino también de los programadores: hay miedo a salir de esa trayectoria. Yo busco una diversidad que creo que es la única forma de supervivencia del cine.
Ahora estás trabajando incluso con imágenes generadas con inteligencia artificial… Sí, mira… [El director nos enseña el videoclip de la canción Zeitgeist de The Legendary Tigerman, que acaba de estrenar]. El problema no es la inteligencia artificial, sino el capitalismo. Se usa la inteligencia artificial como salvoconducto para despedir a muchas personas. Pero lo importante del cine no es el formato, la técnica, como en el caso de la pintura. Un pintor puede trabajar en acrílico, óleo, carboncillo… el hecho de ser una obra de arte no depende del método que se utiliza. Lo mismo ocurre con el cine: tiene que haber una sala de cine, un espectáculo colectivo, algo que nos lleve a compartir una experiencia plural. Yo creo que hay una confusión muy grande entre lo que se usa para hacer el cine y lo que es el cine en sí mismo. La inteligencia artificial no va a hacer que en mis películas trabaje menos gente, seguiré contratando a las mismas personas. Mira, yo ahora puedo tomarte una foto con mi teléfono móvil, pero en realidad, ¿quién ha inventado esta cámara? ¿Quién ha inventado las lentes? El encuadre es mío, pero lo demás lo ha inventado otra persona. Yo elijo la obturación y toco un botón… Aquí utilizo un algoritmo que se nutre de imágenes inventadas por otros, pero eso no me hace dejar de ser un autor, dejar de ser un cineasta.
Aarón Rodríguez Serrano
Entrevista realizada en València,
el 22 de octubre de 2023.