Print Friendly, PDF & Email

(versión ampliada de Caimán CdC nº 74). 
Enric Albero.

¿Cuáles son las motivaciones que dan lugar a Las distancias?

La idea surge de la conexión de dos cosas diferentes. En primer lugar, quería hacer una película sobre el rencuentro de un grupo de amigos, que es una especie de subgénero por el cual siento predilección y que da pie a un contexto interesante en el que pueden suceder muchas cosas. Me refiero a películas como Reencuentro (Lawrence Kasdan, 1983), que me gustó muchísimo en su momento, aunque la estética sea muy diferente. De hecho, fue el primer referente para el argumento, porque al principio teníamos a un Comas (Miki Esparbé) que había sufrido un accidente, pero justo cuando estábamos escribiendo, se estrenó Pequeñas mentiras sin importancia (Guillaume Canet, 2010) y lo cambiamos. En segundo lugar, quería hablar sobre la decepción.

Esa decepción es generacional pero también coyuntural…

La crisis nos pilló justo en aquel momento en el que pensábamos “ahora voy a ir a mejor”.Llevo tiempo trabajando y ahora es el momento de dar el salto, de alcanzar estabilidad”. Y es algo que no solo no pasó, sino que no pasará. También creo que el punto generacional de la película lo aporta el contexto, porque creo que el sentimiento de decepción es inherente a cualquier época de cambio, aunque sí que es cierto que nos ha marcado mucho. Te has ido de erasmus, has viajado mucho, hablas idiomas, tienes un máster, y ¿qué pasa?

Esa sensación de desnorte viene marcada por una puesta en escena muy pensada: el uso del foco, la fotografía grisácea, el tratamiento del espacio…

A nivel formal teníamos claro que queríamos una película áspera y es algo que hablé con Julián Elizalde (director de fotografía) desde un principio: no quería rodar en blanco y negro, pero quería una película con muy poco color, un color que entra a través de la luz que acaba tiñendo las situaciones cuando se hace de noche y la ciudad se ilumina. La luz tenía que ser, aparentemente, muy natural pero no a favor de la belleza de los personajes, sino con la intención de crear una atmósfera y reflejar un estado de ánimo.

En cuanto a la puesta en escena, queríamos estar con la cámara dentro de la acción, cerca del eje de miradas de los personajes, seguirlos de cerca, no abrir el plano y olvidar la ciudad porque no queríamos hablar de Berlín. El juego con el foco nos ayuda a encerrarlos y a percibir el espacio que les rodea desde la desorientación. Julián (Elizalde) fue muy importante a la hora de construir las secuencias dada su experiencia rodando televisión y documentales. Es un muy buen operador de cámara, ha trabajado mucho con Pau Freixas –haciendo Pulseras rojas, por ejemplo– y se encuentra muy cómodo en situaciones como las que se dan en la película. Es muy intuitivo, lee el guion y entiende la escena a nivel dramático y en momentos en los que yo incluso le decía “aguanta, aguanta” y el percibía que a alguno de los personajes involucrados le sucedía algo hacía una panorámica y no perdíamos ese instante. Formamos un buen equipo, nos conocemos bien y hemos rodado mucho juntos. Su aportación fue brutal, llegábamos al set, ensayábamos con los actores, terminábamos de fijar una coreografía que nos permitía optimizar tiempo y nos permitía generar nuevas sensaciones a partir del montaje interno.

Esa labor de afinamiento también se observa en un guion muy poco explicativo. ¿Fue así desde el principio?

Teníamos a unos personajes que no son honestos con ellos mismos, así que había cosas que no se podían decir. A eso había que sumar el factor tiempo. A mí me gustaba estresar la situación y para ello la situamos en un periodo de tiempo muy concreto: un fin de semana. Ese timing, esa especie de cuenta atrás, nos ayudaba a crear una atmósfera más angustiante. Me gustan mucho esas películas que utilizan el tiempo real o que dan la sensación de que suceden en tiempo real. Por el contrario, esas secuencias que llamamos de aprendizaje, aquellas en las que los personajes lo dicen todo, me cuestan mucho, aunque las aceptamos porque creemos que culturalmente en los Estados Unidos todo debe hacerse así, es la aceptación de un código que me parece muy poco natural. Creo que nos somos así, es muy difícil que la gente diga lo que piensa, así que ese camino no me interesaba. El reto era que el subtexto nos ayudara a hacer crecer el drama, porque en el fondo es lo que añade capas a los personajes y lo que da diferentes lecturas a las situaciones, así que lo que hicimos fue ir perdiendo las palabras por el camino. De hecho, en la última fase de montaje se perdieron muchas, porque cuando hicimos un primer screening con una versión de dos horas la gente nos dijo: “lo estoy entendiendo demasiado”. Y fue perfecto que nos dijeran eso, ahí tuvimos claro que podíamos terminar de pulir la película. Ya en las últimas versiones de escritura sufrió recortes, en los ensayos, en los que yo iba tachando todo lo que veíamos que no funcionaba, más recortes y después en montaje, más. Hay cosas sobre las que fui incapaz de decidirme antes porque no las sé ver, supongo que es un tema de experiencia o eran riesgos que prefería no correr, mejor perder una secuencia en montaje que no tenerla. En el fondo también era contar con cinco puntos de vista, cinco personajes que tengo que explicar muy bien y unos recorridos vitales que no quería perder. No rodamos con un guion silencioso, sino con un guion que explicaba muchas cosas, que es algo que ayuda a ubicar a los actores, aunque después no se vean.

Es un guion escrito a la contra de los personajes, incluso el deus ex machina que contiene no sirve para solucionar un problema sino para complicarlo…

Fue todo muy intencionado. Piensa, por ejemplo, en la secuencia del aeropuerto. Nos apetecía mucho darle la vuelta a esa secuencia típica de comedia romántica.

El trabajo con el punto de vista es fundamental.

Es algo que me obsesionaba, el hecho de no perder nada, de saber con quién empiezas y con quién acabas, y creo que haber tomado todas estas decisiones de las que hablábamos han hecho crecer la película. Me gusta que la propuesta no sea dispersa. Para eso ha sido clave montar las escuchas, es decir, que en el rodaje el actor al que va dirigida una frase estaba presente, algo que en el montaje final no se ve, pero que ayuda en las reacciones, a que las miradas no estén nunca vacías. Después hubo un largo trabajo de edición junto con Liana Artigal de esas secuencias de escucha que sí se ven. En ese sentido, estoy muy contenta de la secuencia de la cena, porque viendo a los que escuchan se explican muchas cosas; de hecho, los grandes momentos del personaje de Anna (María Ribera) están ahí. También trabajamos mucho en montaje los cambios de secuencia, que son intencionadamente bruscos, con esas elipsis y esos cortes en mitad de una acción sin presentar el espacio.

Hablando de secuencias concretas, uno de los puntos álgidos del film es el encuentro entre Olivia (Alexandre Jiménez) y M (Saskia Rosendahl), con ese juego de identidades representado incluso por la ropa que llevan…

No se trata de un enfrentamiento, como algunos han apuntado, aunque lo pueda parecer porque son dos mujeres hablando sobre un tío. En realidad, es un tema de representaciones, de cada una deseando ser la otra, de ver lo difícil que es tomar ciertas decisiones, como que una mujer se separe a partir de los 35… Todos tenemos amigas que están aguantando a capullos integrales que a los veinticinco no los habrían aguantado ni media hora, porque entran en juego factores como la maternidad, el “si me separo ahora igual ya no puedo ser madre”.

Es una secuencia que me gusta mucho, en la que también trabajamos mucho el punto de vista. Una de las cosas buenas de haber tardado tanto en hacer la película es que el guion estaba muy asimilado… Empecé a escribirlo en 2010, pero de 2012 a 2015 fueron años muy complicados: hasta que entró Marta Ramírez (productora) las cosas no empezaron a ir rápido.

Es una escena delicada, que termina con ese glorioso ‘se me ha ido la olla’, porque incluye a un personaje que apenas aparece en la película y que es crucial.

¡Qué escena tan complicada! Llegar hasta allí era muy difícil. Piensa que hasta ese momento Oliva es ‘la amiga’ y ahí se dice “¿cómo es posible que yo no sepa que tú existes ni que tú sepas que yo existo?”. Simbólicamente es un momento clave, porque Comas puede haber estado con muchas personas, pero nunca se ha comprometido con nadie, así que ella piensa que sigue ocupando ese lugar privilegiado, el de la confidente, el de la que realmente lo conoce. Construir ese momento con Alexandra Jiménez y con Saskia Rosendahl llevó mucho trabajo conjunto, porque es un personaje que aparece muy poco pero que tiene que dejar huella, que detona muchas cosas y que tiene que estar al nivel de Alexandra pero desde un lugar diferente. Tenía que aportar muchos matices… Saskia es una actriz brutal.

En una película tan asfixiante como esta, no faltan las fugas humorísticas. ¿Hasta qué punto fue importante contar con una actriz con probada vis cómica como Alexandra Jiménez (Kiki, el amor se hace; Anacleto: Agente secreto) para generar esas vías de escape?

Creo que esos toques humorísticos se agradecen, necesitas respirar un poco. Que Olivia fuese Alexandra Jiménez fue muy importante. Necesitábamos a alguien que encajara en el papel de ‘la chica del grupo de chicos’, algo que ya denota un carácter y una actitud, alguien que no es la tía que ha pasado por la cama de todos. Además, necesitábamos que generara simpatía, porque toma decisiones muy difíciles de entender por parte del espectador. Para compensar ese lado mezquino necesitaba algo de luz, por eso es vital que sea Alexandra, alguien que sonríe y te ilumina la pantalla.

A pesar de ese lado mezquino que poseen todos, hay comprensión hacia ellos…

Todos los personajes me despiertan cierta ternura. Por ejemplo, Guille (Isak Férriz) que es como la otra cara de la misma moneda que Comas; de hecho, físicamente buscábamos que hubiera cierto parecido entre ellos. Nos los imaginamos conociéndose incluso antes de la universidad, los dos escribían crítica musical, compartían muchas cosas y en un momento dado, Guille es el que decide abandonar ese mundo y meterse a trabajar en un gabinete de prensa o en una revista con otros contenidos, economía tal vez, porque piensa que hacerse mayor es eso, aunque realmente jamás se ha planteado qué es lo quiere. Guille es alguien al que me imagino teniendo una gran crisis de los cuarenta.

Se intuye tanto una dedicación profunda a la creación del background de los personajes como un intenso trabajo con los actores que va más allá del rodaje…

La aportación de los actores fue muy importante. Recuerdo que cuando empezábamos Miki (Esparbé) me llamaba y me decía, “Elena, tenemos que quedar a tomar un café, tengo que hacerte preguntas sobre mi personaje. ¿Me puedes pasar una playlist de la música que escucha Comas?”. Fue muy especial.

Después, en el casting Isak (Férriz) hizo una cosa muy bonita: no juzgó a Guille, un personaje muy fácil de juzgar. Cuando llegaba un actor desde la posición “soy un capullo” estaba bien, pero faltaba algo. De repente, llegó Isak y no hizo un capullo, hizo de un tío que hace lo que puede, de alguien que lo que hace le sale fatal, ¿qué no ves que no le tienes que pedir que se case contigo? Y no lo ve, él cree que hace lo que tiene que hacer. Pero repito, todos tienen algo de eso, como Eloi (Bruno Sevilla) que sigue vistiéndose como cuando iba al instituto. En general, y hay situaciones en las que me identifico con ellos, hay una gestión infantil de las emociones, el hecho de que ninguno se tome tiempo para pensar. Alguien como Comas, al que veo como un tipo carismático, con mucho talento para muchas cosas, tal vez para demasiadas, incapaz de apostar por miedo al fracaso, que prefiere quedarse en casa en pijama a actuar. Además, Berlín es una ciudad que te permite estar parado en el tiempo, al menos hasta hace cuatro o cinco años podías tener un contrato de alquiler indefinido, en un piso razonable, por 400 euros, y la dinámica de la ciudad no es elitista, con mucha cosa de segunda mano, la cultura no es cara y eso te permite alargar ese tipo de situaciones.

Aunque la ciudad aparezca muy difuminada, ¿siempre fue Berlín la elegida?

En un principio, era una película sobre un viaje que terminaba en Berlín. Al conseguir la beca para escribir, quise hacer el mismo viaje que hacían mis personajes. Ahí me di cuenta de que era un trayecto muy largo, que me obligaba a una estructura con muchas elipsis… Y una vez que llegué a Berlín decidí que todo sucedería allí.

¿Siempre fue una película bilingüe?

Quería una película bilingüe, e hicimos un esquema de relaciones en función de la lengua desde la naturalidad más absoluta. Olivia habla castellano y Eloi habla catalán, mientras que el resto de los personajes cambia de idioma en función de a quien se dirige. Estaba marcado en qué idioma hablaban unos con otros partiendo de esa base. Y me gusta mucho como fluye el tema lingüístico en las escenas, todo es muy natural: es algo muy sencillo que nos planteamos muy poco.