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Hacia el final de Somos Mari Pepa (México, 2013), el anterior y primer largometraje de Samuel Kishi, el joven protagonista, que acaba de perder a su abuela, escucha en la radio la lectura de una carta donde se explica cómo el temor ante la muerte es la constatación de la falta de amor. Las palabras se convertían en la banda sonora de una concatenación de imágenes del hogar de Álex: de los espacios compartidos, de fotografías de infancia… Un sonido que acompañaba el desamparo y la soledad que deambulaban por la casa. Tan necesario resultaba el aparato de radio como la cámara de fotos que tantas veces revisaba el personaje a lo largo del film, elementos a través de los cuales conseguía establecer un vínculo hacia el exterior y expresar (y liberar) su carga emocional.

En Los lobos, las cintas grabadas por una madre son la compañía de dos hermanos pequeños recién llegados a Nuevo México mientras ella está en el trabajo. De nuevo, un aparato mediatiza y vehicula la relación, esta vez entre una madre y sus dos hijos, que tienen que pasar separados la mayor parte del tiempo. El cineasta parte de una vivencia personal (él mismo ha contado que esta situación es la que vivió junto con su hermano al ir a vivir a California) y reconstruye sus recuerdos haciendo a su hermano (Kenji Kishi, que se encarga de la música) partícipe del proceso creativo. Así, lo que podría traducirse en un drama social acerca de los menores migrantes atrapados en la burocracia de los Estados Unidos (un trasfondo crucial del relato) es, ante todo, un hermoso ejercicio de memoria compartida. Sin abandonar el aspecto documental que latía en Somos Mari Pepa, y que permite aquí hacer visible esa crudeza, sucia y despiadada, de la que es imposible evadirse, cierta ingenuidad se apodera de un relato cuya perspectiva, fundamentalmente, es la de los niños. A través de los dibujos que estos hacen en las paredes, la fantasía intenta traspasar la realidad y colorearla, una operación que funciona mejor para sus personajes que como mecanismo narrativo. Sin necesidad de recurrir a excesos formales, a partir de un pequeño elemento (el sonido de la grabadora) Kishi consigue armar un discurso acerca de lo físico y lo emocional, y mostrar en pantalla la compleja forma en que opera el vínculo afectivo.