Aunque la mayoría de su tiempo Amir (Amir Pousti) lo pasa a bordo de su automóvil repartiendo droga, en Critical Zone (Ali Ahmadzadeh) no abundan planos de la ciudad, ni mucho menos espacios abiertos. La película, filmada en Irán bajo un déspota gobierno teocrático y (y por tanto registrada y exhibida en clandestinidad) nos lleva desde los subsuelos de Teherán hacia un eléctrico viaje nocturno. La cámara se centra entonces en el rostro de Amir y su encuentro con distintos tipos de clientes y deambuladores mientras se desplaza a través de este oscuro no lugar. El ambiente opresivo propio de regímenes totalitarios, la desesperanza, angustia y rabia se palpa en cada uno de estos encuentros, pero también en cada uno se cuelan los rebeldes destellos de quienes a pesar de la constante represión, continúan la vida bajo total incertidumbre.
El anhelo de libertad –más que discursivo– se vuelve expresivo, plasmado en lúdicos juegos visuales y estrategias sonoras. Como si de alguna manera, el hecho de permitirse hacer una película formalmente liberada en un lugar opresivo sirviera como un pequeño alivio ante las atrocidades de la persecución y la censura. Los planos invertidos, inusuales movimientos de cámara o juegos de montaje; la disociación del sonido y la imagen sirven a su director para señalarnos el estado interior de Amir, dando forma a su confusión e impotencia mientras una robótica voz de GPS no cesa de dictar instrucciones en su cabeza. Es desde aquel lugar de incesante hastío que la droga se vuelve también no solo una vía de escape sino de alguna manera, y al mismo tiempo, una excusa para el encuentro; una especie de momento ritual compartido que unifica e iguala a los personajes en tanto entes condenados, a la espera de un alivio o un futuro mejor. Las manos de una azafata que percutan sonoros disparos sin un arma. sus continuos y eufóricos gritos vociferando “Jódanse”, asomada por el tragaluz del automóvil mientras ella y Amir arrancan a toda velocidad resuenan como ecos palpables de la insurrección y la ira desesperada de quien se arriesga a morir por no usar correctamente un velo (como Mahsa Amini, asesinada a por la policía de la moral iraní).
Finalmente sí podemos ver las calles. Están vacías, sin vida. Amir las cruza a ritmo acelerado. También está vacía la casa a donde llega. Ni siquiera una cama a la vista. Solo él y su perro Fred, compartiendo el suelo en la zona crítica. Abra Zalazar
El director iraní Ali Ahmadzadeh nos sumerge en su particular Taxi Driver en Teherán en Critical Zone, reciente ganadora del Leopardo de Oro en Locarno y presentada en la última edición de la SEMINCI, la Semana Internacional de Cine de Valladolid. Rodada de forma clandestina y sin permiso de las autoridades iraníes y con guion también del propio Ahmadzadeh en Critical Zone seguimos a Amir, un hombre que conduce sin rumbo en la noche traficando con drogas por los barrios más sórdidos de Teherán. Un personaje muy enigmático que nunca termina de sorprendernos pues nunca acabamos de descubrirlo; en un punto dado de la cinta vemos que también ayuda dando cenas en un piso de ancianos y en el tramo final de la película va a casa de una señora a curar a su hijo porque según ella también es doctor. En el transcurso de la película se ve cómo las drogas y el estrés de la ciudad, que bien se puede ver en esos planos captados con maestría por la cámara de Ahmadzadeh, frenéticos y asfixiantes y ese caos continuo, van consumiendo a Amir pero él tampoco busca ninguna salida a escapar de esa vida; ni tiene aspiraciones, ni inquietudes, ni ninguna ilusión por nada, al contrario, parece que le encante y que siempre quiera seguir así
Se trata de una cinta lenta, de planos largos, muchos de ellos en el coche, con pocos diálogos y contada en tres actos. Critical Zone empieza muy abajo, y hasta la hora y ocho minutos, cuando la película da un golpe encima de la mesa que no se ve venir, no pasa nada relevante. A partir de ese momento, la película vuelve a bajar pero deja al espectador muy arriba después del clímax, una escena para el recuerdo en la que Amir y una señora que ha recogido en el aeropuerto, drogados hasta las cejas gritan como locos. Hay que destacar el enorme trabajo de la actriz Shirin Abendinirad; pocas veces se ha visto algo así en el cine. La película transcurre toda de noche, nunca vemos el día y también relata la soledad en primera persona, pues el personaje de Amir no busca conversación con nadie más allá de lo que habla con las mujeres que lleva en el taxi y está prácticamente solo toda la película. Diego Fuertes
Teherán es la tierra prometida por la que Amir (Amir Pousti) habita en el largometraje más reciente del director Ali Ahmadzadeh. En su taxi, lleno de drogas y confort, navega por la ciudad distribuyendo su mercancía que con esmero formuló y empaquetó horas antes. Los cineastas iraníes han navegado la movilidad de los personajes desde hace mucho tiempo, prueba de ello son El sabor de las cerezas (1997) y Ten (2002) del irreverente Abbas Kiarostami, quien mantiene en vilo con estos personajes que vuelven al coche su eje emocional, además de su medio de transporte, como pasa en Critical Zone. La jornada laboral de su protagonista se aísla a tardías horas de la noche en las cuales escarbará las grietas sentimentales de cada persona a la que decide atender.
La concisa voz del GPS guía a Amir en numerosos giros a través de encuentros esporádicos con un formato episódico. Algunos más pasajeros, como un amigo con dependencia y problemas de salud mental, en su más sincero: “Cariño, creo que has fumado mucha marihuana últimamente”, mientras lo sostiene inconsolable y espera que la luz se vuelva verde. Solo para llegar a una sala y mendigar un amor que probablemente ya no le pertenezca. Sostiene un transaccional –pero mítico– “vuelve a casa”. En ese momento refleja que él también necesita de algo –de alguien– que dependa de él, que regrese sin tener que buscarlo. Quiere dejar el negocio fuera e intercambiarlo por reciprocidad sentimental. Se siente perdido, como escucha en los altavoces segundos después.
Esta herramienta narrativa es lo que permite a los agentes externos sentirse identificados con Amir. Él quiere trabajar, hacer dinero, amar y ser amado, reír y llorar, como todos los seres humanos. Pero debe seguir con su misión. En un punto de los 98 minutos de película, hasta los más desprotegidos se alegran de la calma que traen sus curas para tratar el dolor que viene con la mismísima vejez y esa tremenda soledad que arrollan las salas de los hospitales. En este caso, el remedio cruza los límites de la legalidad y viene en formato de brownies –y otros ingredientes médicamente cuestionables, pero socialmente alabados–. Ancianos, enfermos, enfermeros trans, azafatas de vuelo y, por último, una madre. Esa que se desvive por su hijo y confía en alguien con el poder de sanarlo. En estas últimas secuencias repletas de planos subjetivos, el punto de vista mesiánico se hace cada vez más evidente. Amir fue a salvarlos, aunque honestamente, era su trabajo. Karen Darlene Arretureta
Un gemido delirante a las afueras de Teherán. Interior de un coche, oscuridad. El gemido se convierte en un sonido gutural desatado, un grito de ultratumba que proviene de una garganta que solo puede chillar de placer aquí, en la inmunidad del coche de Amir. Es un seísmo de las entrañas de Teherán, o simplemente la euforia súbita tras una raya de cocaína a escondidas. Amir, camello habitual de los desamparados, fuma impasible ante los gritos de la copiloto, que continúa su letanía en violento paréntesis de la realidad. El coche continúa su ronda por Teherán adentrándose en suburbios, descampados y túneles. Amir lleva una mochila llena de chivatos, pasteles, cajitas… rellenas de marihuana o hachís. Sus visitas a los parias de la ciudad constituyen pequeños episodios mesiánicos, donde su hash y su templanza calman a drogadictos desesperados que chillan y lloran libres en la tapicería del coche, a prostitutas travestis que besan su mano como un salvador, o a ancianos en una residencia que calman el dolor y la soledad gracias a sus pastelitos de marihuana y poemas tradicionales. “Si vienes a mí, trae luz”, le recita de vuelta la más cuerda de sus pacientes. Y él sigue iluminando la noche de Teherán, guiado por una voz de GPS que le indica, como salida de un sueño, de futuros pacientes y peligros vitales.
Critical Zone es una road movie alucinada, como de un Kiarostami (Y la vida continúa, 1992; Ten, 2002) o un Panahi (Taxi Teherán, 2015) en éxtasis. Un filme que recorre Teherán en coche, de paciente en paciente, en el que la cámara trata de ser sobria a través de imágenes estáticas, composiciones y raccords clásicos y un tratamiento de color llamativamente lavado (imágenes similares a la señal logarítmica). Es sobria hasta que la locura de cada paciente (o del propio Amir) transforman la película en un monstruo experimental con un repertorio formal abrumador: obturaciones a toda velocidad por la carretera, gritos y chillidos pitcheados y distorsionados, cámaras ocultas por el coche (volante, salpicadero, maletero) donde la realidad de los suburbios parece colarse en la película… La exploración formal de Ahmadzadeh nos adentra en los recovecos de una sociedad iraní sofocada, adicta y necesitada de figuras mesiánicas. Un camello/gurú que receta droga y caricias, silencio o un lugar donde chillar. Ahmadzadeh crea imágenes de sosiego y de rebeldía, todas ellas en contra del yugo iraní, todas ellas mostrando un camino posible: la caridad fraternal entre los estratos más desfavorecidos del país. Miguel Guindos