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Pablo Barrios Almazor.

Tarkovsky en la aridez del paisaje mozambiqueño y un gran canto a África, al continente del futuro. Porque la segunda película del angoleño Joao Viana (tras La batalla de Tabato) es una cinta de una gran belleza formal dentro de una estética que recuerda poderosamente al cineasta soviético, con la cuidadosa elaboración de planos donde personajes, paisajes urbanos y Naturaleza van componiendo cuadros que invitan al misterio y a la indagación en el secreto profundo que en todos ellos anida. Imágenes de ecos surrealistas a veces, dentro de una exigente sobriedad. De Chirico, de pronto y, a lo lejos, Antonioni…

En ese deslumbrante marco, la película es una aproximación al papel presente y futuro de África. La locura de Ernania, que escapa de un psiquiátrico en Maputo para emprender la búsqueda de su hijo Zacaria y de su marido, que lucha en las guerrillas fratricidas, se va progresivamente confundiendo con la locura, el sueño, la utopía colectiva de su país y del continente africano en su conjunto: el más pobre en la actualidad pero el más rico en recursos. Ernania siempre ve no solo a Mozambique, sino a Malawi, a Tanzania y al lago Victoria, donde nace el Nilo, que lleva a Egipto, que inventó el paraíso.

Entre otras imágenes, acompañadas de poemas y canciones que van descubriendo un mundo todavía tan inaprensible para una visión occidental, Viana presenta la interrogación sobre el cine en su país, las cabras en la sala de proyección, Superman, el brillo de Dios o del Diablo… Pero fundamentalmente lo que ofrece es un largo recorrido por la esclavitud, la explotación, la herencia de la guerra con sus secuelas y como estigma, por las alienaciones religiosas y neoimperialistas, por la lucha que une a Alabama, Sharpeville y My Lai, por la supervivencia del contacto salvador de la naturaleza, de esa golondrina que volverá a unir a los tres. No en vano es también la locura que ha imaginado la resurrección.