Emmanuel Mouret confiesa que en su cine hay dos influencias claves: Sacha Guitry y Woody Allen. Guitry fue un maestro del teatro de boulevard y un ingenioso cineasta capaz de transformar el vodevil y las formas narrativas. Allen es alguien que, en sus mejores películas, no ha cesado de hablar de cómo el amor puede ser una quimera, un territorio para crear nuestro mundo de apariencias. La anterior película de Emmanuel Mouret, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, fue una de las pocas joyas que el cine nos ofreció durante la pandemia y en ella retomaba la vieja tradición del teatro de boulevard francés para mostrarnos las contradicciones de la seducción, de los juegos entre el decir y el hacer. Mouret habla de cómo los caprichos de la pasión entran en contradicción con la racionalidad y nos llevan a situaciones absurdas.
Chronique d’une Liaison Passagère cuenta la relación que una mujer soltera mantiene con un hombre casado que trabaja de ginecólogo. La relación tiene lugar en una serie de paisajes de la clandestinidad y no cesa de estar marcada por el miedo, el atrevimiento y la inseguridad. Los dos amantes pasan de una primera noche clandestina en el piso de ella a verse en hoteles y marchar un fin de semana al campo, mientras, progresivamente, pierden la timidez y acentúan su amor. Mouret describe la relación pasajera con elegancia, puntuando el paso de los días, centrándose exclusivamente en los encuentros y en las dudas de los personajes. En un momento determinado, cuando la relación deja de ser una experiencia peligrosa surge la posibilidad de un cambio, de que alguien se introduzca en su mundo. A partir de unos diálogos elaborados con extrema pulcritud, Mouret no solo reencuentra lo mejor de Guitry y Allen, sino también el peso de una vieja tradición francesa que arranca en Molière y en Marivaux y se prolonga hasta cierta tradición del viejo cine francés que va de Éric Rohmer hasta Jean Eustache.
Àngel Quintana