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Una granja en la Dinamarca rural a finales del siglo XIX. Una adolescente, hija mayor de una familia numerosa, que anhela escapar de aquel universo y que está a punto de irse a estudiar a la ciudad. Una larga noche durante la que su madre, embarazada de nuevo, afronta un parto complicado. Un padre siempre ausente. Una prolija camada de hermanos pequeños a los que cuidar. Estas son las coordenadas básicas en las que se sitúa la historia narrada por Tea Lindeburg en su primer largometraje, cuyo relato se concentra mayoritariamente en el transcurso de esa noche y en las consecuencias fatales que su desenlace tendrá para la joven Lise. Una secuencia de apertura, en la que el cielo se tiñe de amenazantes rojos a modo de tormenta telúrica, es la clave premonitoria que anticipa toda la devastación posterior que habrá de concluir con el cierre de todo horizonte para la protagonista. La película resultante, un tanto (o bastante) reiterativa en el perfil de las situaciones que articulan su discurrir, acaba trazando una radiografía implícitamente crítica del papel y del rol que se reserva a las mujeres dentro de una estructura patriarcal en la que no tienen ningún control sobre la natalidad (y con toda seguridad, tampoco sobre su sexualidad) y que las condena a trabajar en el campo y a cuidar de la casa y de los hijos simultáneamente. Un discurso tan atendible convive con una puesta en escena más convencional de lo que pueda parecer y con abundantes rasgos de afectación esteticista, lo que al final limita mucho el verdadero alcance la propuesta, más bienintencionada que valiosa en términos fílmicos