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Jonay Armas.

Desde el atrevimiento y también desde la pura ingenuidad, podría establecerse una entrañable comparación entre el Festival de jóvenes realizadores de Granada y las propias películas que participaron en su Sección Oficial. En su vigésimo tercera edición, estos filmes servían como punto de partida para una nueva e ilusionante andadura del certamen en manos de un equipo joven, que ha dado sus primeros pasos bajo el firme deseo de definir una identidad propia y encontrar su espacio y lugar definitivo en la ciudad.

De ese modo, el filme Jeune femme (Léonor Serraille) vendría a identificar al público que el festival estaba buscando para poder construirse a sí mismo: jóvenes que demandan algo más, que buscan nuevos horizontes y alternativas en su propia ciudad, del mismo modo que la protagonista del relato intentaba encontrar su sitio. Esta operación de clavar una bandera en territorio aún por sembrar, de sentar los primeros cimientos para algo más grande en el futuro, recuerda a la situación que viven los personajes de Western (Valeska Grisebach), una película cuyo título redimensiona sus intenciones y que no sólo busca un diálogo con el género homónimo en el presente, sino que también explora la relación del hombre con un nuevo entorno y con nuevas relaciones a través de una sensibilidad que, en lugar de tener relación con la delicadeza de las imágenes, está más relacionado con una cierta actitud de observación y respeto hacia los personajes protagonistas.

Kékszakállú (Gastón Solnicki) viene a ejemplificar el cine por el que el Festival quiere apostar en esta nueva etapa: un cine que busca nuevas narrativas y que, sin renunciar a la belleza de las imágenes, explora nuevas vías expresivas para hacer llegar mensajes inspiradores. La película de Gastón Solnicki, que empezaba como un documental para terminar introduciéndose en el corazón de una extraña ficción tímidamente basada en la ópera Barbazul de Béla Bártok, parece construirse a sí misma a medida que avanza hasta quedarse junto a una joven que asume la necesidad de escapar de su actual estilo de vida, tal y como la princesa que el temible Barbazul encerraba en su castillo. Sobra decir, en este ejercicio interpretativo, el lugar que ocuparía el documental Converso (David Arratibel) en toda esta operación por acercar un nuevo cine a un (también) nuevo público. Y Custodia compartida (Xavier Legrand), sobre la intensa lucha de una pareja por obtener la custodia de su hijo, vendría a poner la cuestión del futuro sobre la mesa: un festival que es de todos y que pide la participación y el concurso de la ciudad para continuar creciendo.

Con el espíritu de José Val del Omar como figura referencial, el Festival lanzaba una de sus propuestas más felices: invitar a filmar una pieza de medio minuto y un máximo de tres planos que evocase los conceptos de lo bello que hay en la naturaleza y el paisaje granadino de la pieza Aguaespejo del célebre cineasta. El concurso, que convocó a un centenar de participantes, reunió algunos de los momentos más hermosos del Festival en esa luminosa comunión entre el certamen y el público, convertido aquí también en el propio creador. La presencia de Fernando Franco presentando su segundo largometraje, Morir, o la visita de María Cañas en una interesante conferencia en torno al cine de apropiación y sus propias inquietudes como creadora, venían a complementar las actividades del Festival más allá de las acostumbradas proyecciones de las mañanas concertadas con algunos institutos de la ciudad. Todo parece poco para un equipo que quiere seguir creciendo y, en palabras de ellos mismos, “devolverle a Granada aquello que merece”.