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Versión ampliada de Caimán CdC núm. 25.
Enric Albero.

“Estaba hastiado del cine”. El desencanto de Pawel Pawlikowski (Varsovia, 1957) ha cristalizado en Ida (2013), una arriesgada propuesta formal surgida como reacción a una cierta tendencia cinematográfica empapada por el frenesí contemporáneo en el que la velocidad ha desterrado a la reflexión.

Mirándose en los ojos “de Dreyer y de Bresson, pero también de la nueva ola checa, del primer Milos Forman, por ejemplo”, el realizador polaco afincado en Londres construye una película esencial, despojada de retórica, minimalista y abierta.

La radicalidad formal, marcada por el uso del blanco y negro, el formato 4:3 y la ausencia de movimientos de cámara, no obedece tanto a resoluciones apriorísticas como a una toma de consciencia progresiva que forma parte del proceso creativo del director de Last Resort (2000). “Existen varias razones para el uso del blanco y negro, aunque, inicialmente no suelo pensar demasiado en eso. En primer lugar, porque imaginaba la historia de esa manera, las imágenes me venían así, los recuerdos que tengo de mi infancia me llegaban en blanco y negro, tal vez porque los álbumes de fotos de familia y los archivos de la época también remiten a esos colores. En segundo lugar, porque quería hacer un filme contemplativo y atemporal, de ahí no sólo el uso del B/N, sino también de la cámara estática y del formato; me interesaba hacer una película que, aunque está encuadrada dentro de un contexto histórico determinado, fuera intemporal y universal”.

La austera puesta en escena, desvestida de cualquier superficialidad decorativa, contribuye a dar brillo a una fotografía sumamente estilizada que huye del ensimismamiento, de la belleza por la belleza. “La fotografía tiene que estar en concordancia con el resto de elementos, no debe ser un valor en sí misma. De hecho, había planos que eran demasiado bonitos, en los que la imagen era puramente ornamental, y decidí eliminarlos”.

En este sentido, resulta fundamental el trabajo de Lukasz Zal, el operador de cámara que sustituyó al director de fotografía Ryszard Lenczewski al principio del rodaje. “Creo que (Lenczewski) no sentía la película del mismo modo que yo, no le gustaba por donde iban las cosas, así que cuando dejó el rodaje opté por utilizar al hasta entonces operador de cámara, Lukasz Zal que no había hecho ninguna película con anterioridad. Demostró ser un chico con talento, sin miedo y dispuesto a hacer algo diferente, así que tengo que decir que para mí, trabajar tanto con él como con el resto de un equipo plenamente comprometido, fue una bendición”.

Alejado de las rutinas industriales, Pawlikowski entiende la creación cinematográfica como un ejercicio sometido al cambio: “el proceso de escritura dentro de mi cabeza nunca para”. El guion, que continuó reescribiéndose incluso durante los ensayos, sufrió notables variaciones: “Inicialmente, hace como tres años, sólo tenía la historia de Ida, una monja que descubre que es judía. En ese momento ya tenía claro qué tipo de película quería hacer, no era algo político sino algo meditativo. Aparqué el proyecto para hacer otro guión y cuando volví a él, incluí a Wanda Gruz, un personaje que está basado en una mujer que conocí en Oxford y cuya historia me persiguió durante años (era la “encantadora” mujer de un profesor con la que trabó cierta amistad y con la que se reunía para hablar en placo y que, años después, fue reclamada por las autoridades polacas dada su condición de fiscal estalinista), y vi que al unirlos se activaban mutuamente y la historia cobraba vida pasando a convertirse en algo orgánico, menos mecánico”.

El guion, desarrollado inicialmente junto a Cezary Harasimowicz y finalizado con Rebecca Lennkiewicz, que es quien figura en los créditos, sufrió cambios notables si bien el realizador señala que la influencia de los colaboradores es relativa, “no es tanto una cuestión de los guionistas con los que colaboro como de lo que yo quiero. Ellos son compañeros, funcionan como cajas de resonancia, pero yo soy el que crea la historia”.

Esa reescritura permanente, esa predisposición a la flexibilidad “que no hay que confundir con la improvisación”, afectó también al casting (“tras realizar más de 300 audiciones encontramos a Agata Trzebuchowska (Ana/Ida) en una cafetería leyendo un libro. No había actuado nunca hasta ahora”), a la composición de los encuadres (“el formato 4:3 es bueno para los rostros, pero no para los paisajes, así que decidí inclinar un poco la cámara para dar más aire a los personajes” una decisión que deja a las figuras ‘perdidas’ en el cuadro, descentradas) y, en última instancia, atañe a la recepción de la película: “el film genera un espacio para la imaginación y los espectadores deben llenarlo”.

La confluencia de eventualidades que jalonó la elaboración del film quiso que dos actrices tan diferentes como la veterana Agata Kulesza y la debutante Agata Trzebuchowska compartieran historia. Para Pawlikowski, el trabajo con ambas fue muy diferente. “Por un lado, Agata Kulesza es un actriz de muchísimo talento y en su caso se trataba de moldear su actuación hasta encontrar lo que queríamos; mientras que en el caso de Agata Trzebuchowska no quería que fuera muy expresiva, quería que utilizara algunas de las características que ella tiene e ir esculpiéndolas; demostró ser muy inteligente y siempre supo de qué manera tenía que hacer las cosas. Además, Agata Kulesza se adaptó a ella, creó un espacio propio para que Ida existiera. Hubo una gran relación entre ambas”.

One shot man

No obstante, ese gusto por la espontaneidad más o menos controlada fue reduciéndose a medida que se aproximó el rodaje que el director de La mujer del quinto (2011) prefiere organizar “en función de mis necesidades para luego no tener que rodar cosas fuera del horario establecido; busco que se generen las condiciones adecuadas en el set, que la gente este feliz mientras trabaja, un concepto muy alejado de lo industrial, más cercano a lo artesanal”.

Así, en Ida, Pawlikowski trató de “rodar en orden cronológico lo máximo” que pudo, “casi siempre en una sola toma y sin mover la iluminación buscando que cada composición tuviera ritmo”, tratando de “dotar de música a todo lo que pasa delante de una cámara” que “permanecía siempre estática, sin seguir a los personajes”. Todo ello para realizar una “aproximación ascética”, a partir de “unas elecciones son muy precisas”, que no busca extraer lecturas políticas y huye del dogmatismo para convertirse en algo “más vivo, más abierto” y, por lo tanto, más exigente para el espectador.

Decisiones que abarcan, también, el terreno musical. Durante Ida suenan desde el 24.000 baci de Adriano Celentano hasta el Naima de John Coltrane pasando por las versiones interpretadas por una deslumbrante Joanna Kulig, piezas que no son sólo “canciones de la época que recuerdo de mi infancia” sino reflejo de una determinada coyuntura sociocultural a la vez que recurso expresivo. Por un lado, el soundtrack seleccionado muestra que “Polonia puede que fuera el país menos aislado del bloque comunista, después de un periodo de austeridad y de censura hubo una explosión de bandas polacas de rock, pop, rockabilly; además de otras influencias como la de cantantes italianos como Celentano o Marino Marini”. Por otro lado, el repertorio jazzístico y concretamente Naima funciona como llave de paso entre dos mundos. Para un intérprete de jazz como el propio Pawlikowski, que no duda en citar al trompetista Tomasz Stanko o a Krzystof Komeda durante la entrevista, la pieza de Coltrane “es una historia de amor contemplativo perfecta, muy buena para que Ida penetre en el mundo del jazz, para que se enamore del saxofonista a través de su música; se le abre un universo de sensualidad que ella desconoce”.

La cadencia impuesta por el saxo de Coltrane se erige en la metáfora de un film que demanda una reflexión reposada a partir del uso de una serie de rasgos estilísticos muy definidos que, lejos de constreñir el sentido de la obra, facilitan la multiplicación de lecturas, siempre apartadas de cualquier posición dogmática.