Print Friendly, PDF & Email

Raquel Loredo.

Ningún sonido sale del cortometraje en blanco y negro Carry on (2017) de Mieriën Coppens. Solo la textura granulada y el rumor de un dolor sordo acompañan a la colección de primeros planos de, en su mayoría, hombres negros cargados de un cansancio espiritual somatizado. Rostros pacientes y pensativos hablan por teléfono, se frotan los ojos con resignación o simplemente están abstraídos de lo que les rodea. Soledades personales en medio de una masa de individualidades en la misma situación. El todo descompuesto en pequeñas partes, en planos que se concatenan a un ritmo constante que contrasta con el carácter más pausado de su contenido.

Coppens niega el contexto. Se adivinan interminables mesas o una cola de personas en lo que podría ser un comedor social pero no hay prácticamente planos generales u otros elementos que confirmen quiénes son, dónde están o qué esperan estas figuras que apenas se relacionan entre sí. Se ve a alguien tocando un instrumento de percusión, manos dando palmas se cuelan en la imagen. En seguida vuelven los rostros, los bostezos intercalados con alguna presencia femenina, las sonrisas de regusto amargo… Durante el corto metraje se registran los detalles con un lenguaje, similar al del retrato en fotografía, que utiliza el dramatismo plástico para convertir la realidad en literatura.

Los presentes se van igual que vinieron, como sombras con pies en el suelo que avanzan hacia direcciones desconocidas. Y a partir de aquí el fin es un nuevo comienzo. Terminada la construcción visual, unos rótulos obligan a reinterpretar las imágenes aún frescas en la memoria. Después de unas formas que hablaban por sí mismas el director se sirve de la palabra escrita para añadir una anotación a pie de página. El epílogo explicativo verbaliza cosas como que el film recoge figuras silenciosas cuya lucha es ensordecedora o que están presentes en él vidas que palpitan en cuerpos en movimiento con órganos que un día dejarán de funcionar. Consideraciones poéticas aparte, la clave está en la frase de inicio que enlaza con la de cierre de estos rótulos: la primera identifica a la película con la propia vida y la última afirma que esta se detendrá tarde o temprano. Tras el eco mental que dejan las palabras escritas, la aparición del título Carry On, que no se había echado de menos hasta entonces, viste de reivindicación a todo lo visto con anterioridad. La propuesta se revela así, en el último segundo, no como un ejercicio para captar la esencia personal sino como la denuncia de una situación social que continúa.

Las dudas se disipan y las piezas se ordenan completamente si se atiende a los títulos de crédito. En ellos la presencia de los agradecimientos a una serie de colectivos en defensa de los derechos de los sin papeles en Bélgica arroja más luz al enigma de Carry On. Es entonces cuando se la puede situar, por proximidad temática que no estética, dentro del cine relacionado con las migraciones. Presentando una intencionalidad manifiesta de comenzar mostrando para luego hacer reflexionar sobre lo mostrado, Carry On hace convivir una lectura simultánea a su proyección con otra efectuada a posteriori. Mientras que la primera conduce a la reflexión sobre la soledad en medio del drama compartido, la posterior revela a este cortometraje como altavoz de una realidad: la de la inmigración considerada ilegal en Europa. Coppens muestra que hay lugares en los que se puede observar cómo el conjunto anónimo de caminantes (es decir, el colectivo despersonalizado) se transforma en caras de cansancio con miradas, gestos y voces acalladas. En un mundo audiovisual saturado de estímulos, Carry on opta por el silencio para intentar gritar.