(versión ampliada de Caimán CdC nº 39).
El poder de la palabra.
Enric Albero.
Cuando uno se enfrenta a una película como Hablar, lo primero que le llama la atención es su apuesta formal. ¿Por qué se decidió rodar todo el film en un único plano secuencia?
Ante todo es una decisión logística que, una vez asumida, se convierte en artística y tratas de que la forma esté relacionada con el contenido. De hecho, ahora pienso que la película no podría ser de otra manera. En un momento dado quisimos hacer este experimento en el que unos actores deciden su personaje, hablan de lo que quieren hablar y se busca una geografía para desarrollarlo. Reunir tal cantidad de gente era imposible, puesto que la mayoría de estos actores están en un momento espléndido de su carrera, así que la única solución era coger una semana de agosto e ir probando las diferentes escenas –algunas funcionaban por improvisación, otras ya tenían un trabajo previo de los actores con el texto– y trabajarlas todas a la vez. Ensayamos un domingo por la tarde, hicimos dos tomas el lunes y dos tomas el martes por la tarde y quedó la última. Era la única manera de poder conseguir esto.
¿Qué aportes cinematográficos implica ese trabajo en continuidad?
Rodar en un único plano secuencia tiene una virtud: logra atrapar el tiempo, crea un momento único. Por ejemplo, y aunque no tenga nada que ver con mi película, Boyhood (Richard Linklater, 2014) me fascinó, y hay mucha gente que me dice que en esa película no pasa nada, y yo les respondo que lo que pasa es el tiempo. La concepción del tiempo en el cine resulta especialmente difícil porque lo que hacemos es, justamente, manipularlo: utilizamos un día de rodaje para una escena de un minuto y en cambio en la película de Linklater lo que sucede, sucede únicamente durante ese tiempo. Para mí, eso les da a los actores una manera de trabajar especial y única.
En cierto modo es una aproximación al cine muy teatral. ¿Ese tono a mitad de camino entre ambas disciplinas era algo buscado?
Pienso que la película crea su propio código desde el inicio, con unos personajes que salen de la boca del metro como si fueran actores que salen a escena, como si se abriera el telón. El arranque marca la pauta, las escenas van sucediéndose conforme a ese código hasta que entramos en el patio del teatro en el que Antonio de la Torre interpreta El chequecito y todo comienza a aquietarse, a hacerse más teatral: las escenas se van alargando hasta alcanzar cierto toque surreal con la aparición de Melani Olivares interpretando un monólogo de la Juana de Arco de George Bernard Shaw, para, finalmente, terminar con esa secuencia de los dos actores veteranos sobre el escenario. Todo fue premeditado, se trataba de partir del cine para llegar al teatro y terminar viendo a todo el reparto como espectadores de la propia obra que acaban de representar, porque, además de un retrato sobre la sociedad, hay una reflexión sobre nuestro propio trabajo, sobre nosotros mismos.
Esta reflexión metalingüística e incluso ‘metalaboral’, ya estaba presente en filmes anteriores como Sin vergüenza (2001) o Los abajo firmantes (2003). ¿A qué se debe ese interés?
A lo largo de la vida te preguntas muchas veces por qué haces lo que haces. Es evidente que hay una parte narcisista en todo esto. Lo haces porque quieres, para decir, “mira lo que soy capaz de hacer”, eso no se puede evitar y sería mentira no reconocerlo. Ahora bien, luego hay otra parte en la que te cuestionas hacia dónde va tu trabajo, qué explicas con ello, ¿le sirve a alguien? Yo, que soy básicamente un autor de comedias que además está orgulloso de serlo porque pienso que conseguir que la gente pase una hora y media divertida es fantástico –creo que no se necesita más argumento que ese– también creo que hay un momento en el que somos notarios de nuestro tiempo (de hecho, pienso que toda persona que trabaja con la palabra, desde un periodista hasta un redactor de televisión, lo es). Y eso me lleva a una reflexión a la que me gusta darle vueltas: ¿Nos tenemos que involucrar o no con las cosas que hacemos? ¿Tenemos el poder de la palabra, lo podemos usar? Las películas que he hecho en ese sentido siempre han seguido la línea que defiende esa toma de posición y Hablar no es una excepción. El film ofrece dos soluciones: hay una persona que suicida las palabras negándose a hablar, y luego está el resto, que quiere hablar y que dice, bueno, estamos hechos una mierda pero hablando a lo mejor llegamos a algún sitio.
La película parece estar construida como un mosaico, resulta muy fragmentaria…
Es cierto que es muy fragmentaria, que las historias entran y salen, que algunas tienen conclusión y otras son solo pinceladas, pero me parece que este retrato impresionista del momento es interesante, eso hace que sea una película irregular en la que a alguien le pueden interesar mucho unas historias y otras no le importen lo más mínimo. Lo digo con orgullo, creo que es una película imperfecta, pero en su imperfección, a mi modo de ver, reside su gracia. En ese sentido, y aunque se la debe juzgar como tal puesto que tiene vocación y pretensión de ser una película, creo que es muy difícil compararla con otras porque tiene algo único. Para ser justos también hay que decir que cuando la hicimos –y te doy mi palabra– no teníamos ni idea de si iba a ser una película o un dvd para regalarnos entre nosotros por Reyes. Es una película difícil de comercializar, aunque por suerte tenemos distribuidora, pero era un proyecto que me apetecía mucho.
El film toca temáticas muy variadas y las aproximaciones a cada una de ellas no pueden ser más diferentes. ¿Cómo conjugar tanta disparidad?
Surgió de una manera espontánea, hasta el punto de que hay muchos momentos absurdos. Un personaje de los más controvertidos es el de Marta Etura (la hipercualificada), que llega a tal absurdo a causa del estrés que es capaz de convencerse de que la han rechazado para un trabajo que en realidad le están ofreciendo. La psicosis por encontrar trabajo la lleva a lo surreal, a sufrir un ataque de histeria por otra parte tan arriesgado en lo interpretativo. Hay más situaciones de este tipo, como que tu mejor amigo necesite vestirse de mujer para tener una relación. En todo caso, se buscaba una manera diferente de explicar las cosas, como la escena entre Carmen Balagué y Miguel Ángel Muñoz con la pornografía como tema de discusión, en la que lo interesante es que sean madre e hijo y se lleguen a entender las justificaciones del personaje. Me gustaban esos cracks que surgían en las improvisaciones, que una escena como la de Raúl Arévalo y Álex García que podría ser absolutamente ridícula termine por resultar tierna porque comprendes a los personajes.
Aunque se rodara en agosto de 2014, el retrato de España capturado en el film sigue conservando esa pátina de actualidad.
Reviendo la película con público veía las referencias al caso Rato que es posterior, a Podemos… Me parece que son temas que, desgraciadamente, seguirán estando presentes dentro de diez años. Esta película, ambientada ahora mismo en un barrio de Atenas o en una banlieue de París o en Roma, daría resultados similares porque los problemas son muy parecidos. Somos un continente viejo que está perplejo, que no sabe qué identidad tiene y que está lleno de salvapatrias. La gente está perdida y el estado del bienestar empezó a desaparecer cuando cayó el muro de Berlín y el capitalismo decidió que tenía permiso para hacer lo que se le antojara porque ya no tenía el comunismo enfrente. Lo que vive el ciudadano de hoy es atroz y esa perplejidad en la que estamos inmersos me parecía interesante.
Hablando de Roma, el film contiene una serie de referencias que merece la pena comentar, desde la cita explícita (pero también implícita en lo formal) a La dolce vita (Federico Fellini, 1960) hasta el personaje interpretado por Nur Levi que se niega a hablar…
El personaje de Nur Levi parte de una improvisación suya. Cuando lo vi por primera vez le dije que aquello, salvando las distancias, era Persona (Ingmar Bergman, 1966). Es una mujer que no puede soportar lo que tiene alrededor y pervierte las palabras hasta meterse en un bucle en el que ya no sabe de qué está hablando, un bucle al que también se enfrenta el autor en relación con su obra. Fue una propuesta de ella y me pareció que, de algún modo, también articulaba el discurso de la película.
En cuanto a La dolce vita, seguimos un esquema que está muy presente en la obra de Fellini y que aquí tenemos en Valle-Inclán, de ahí que defina Hablar como una comedia bárbara. Ese concepto de trayecto más que de viaje, que también está presente en la interesante La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013), en el que no paras de preguntarte qué te están explicando. Es como en Roma (1972) de Fellini, no paras de preguntarte qué es esta película y al final dices “y yo que sé”, pero ves que un atasco de coches hay una furgoneta que está abierta y ves a dos tipos jugando al ajedrez: esa imagen me parece tan buena, tiene la capacidad de llevarme a lugares muy especiales.
De Roma a Lavapiés. ¿Por qué este barrio? ¿Hasta qué punto fue complicada la preparación del rodaje?
Planificamos todo utilizando Google Maps y tuvimos la suerte de contar con unos actores que han hecho teatro y que tienen una gran disciplina, por eso creo que nos ha salido una película muy teatral y, a la vez, muy cinematográfica. En cuanto a Lavapiés, tiene una cosa que me gusta mucho: no hay ni un H&M, ni un Burger King, ni un Zara; está el asador de pollos, la peluquería, es una especie de metáfora del viejo continente. Que conste que eso son cosas que pienso ahora, de las que me doy cuenta cuando veo la película que, en el fondo, no es algo tan elaborado.
Aún así, hay decisiones en las que se percibe una reflexión detrás, como la escena en la que la cámara adopta el punto de vista del reportero de televisión, una operación que, sin embargo, luego no tiene continuidad. En general, queda una sensación como de apunte, ¿no le parece?
Es cierto que se podría haber hecho más; en realidad siempre he pensado que la cámara funciona como un actor más. Como decía antes, aunque aparentemente parece una película muy elaborada, y es cierto que tiene cosas que están muy elaboradas como el plano secuencia, es también una película de emergencia. Me pasé mucho tiempo pensando en cómo graduar las secuencias, porque en una película convencional puedes recurrir al montaje y cambiar, pero aquí no.
No se trata solo de graduar secuencias muy dispares, sino de conseguir hilvanarlas sin que desentonen. En ese sentido, la música juega un papel crucial…
La composición es obra de Alejandro Pelayo (Marlango) y está pensada para que ayude en lugar de molestar. Además lo hicieron a la antigua, se pusieron la película y fueron componiendo a medida que la veían. “Ya que la película la habéis hecho en plano secuencia yo quiero hacer la música del mismo modo” nos dijo. Va acompañando, no queríamos nada enfático, porque la película roza muchas veces el lugar común y si te excedes ya entras en el terreno del mal televisivo.
La televisión es, precisamente, el medio en el que usted se mueve de manera habitual…
Es a lo que me dedico principalmente; justo ahora estamos terminando de completar el arco de una nueva serie… Sinceramente, mi momento en cine ya ha pasado y no tienes más remedio que dejar la puerta abierta para que otra gente entre. Mi generación lo que sí tiene es el derecho y el permiso para hacer este tipo de cosas, que es lo que a mí me parece interesante. No niego que me gustaría hacer la película industrial del año que tendrá no sé cuantos millones de espectadores, pero ese tiempo ya ha pasado, yo ya lo hice, ahora les toca a otros. Así que hoy, con la facilidad que nos brinda la tecnología, es el momento de llevar a cabo este tipo de proyectos.
¿Qué interés tiene para usted la tecnología, teniendo en cuenta que su evolución resulta crucial para que, por ejemplo, se puedan rodar películas como Hablar?
Doy clases de guión en la universidad Pompeu Fabra y cada semana les pido a mis alumnos que me traigan un minuto grabado con el móvil, algo que hemos bautizado como haiku. Lo único que les pido, durante los tres meses de duración que tiene el curso, es que tenga continuidad, me da igual de lo que hablen. Y te encuentras con cosas sorprendentes, de un altísimo nivel visual porque la calidad que ofrecen estos teléfonos es brutal: hoy con un iPhone puedes hacer una película. Esto implica, por una parte, que la gente con necesidad de expresarse tenga al alcance de la mano los medios para hacerlo y, por otra, permite que el ciudadano tenga voz.
También creo que el espacio lógico para todo este material nuevo, que acabará siendo el 80% de lo que se verá en festivales como el de Málaga, debería ser internet, lo que pasa es que aún no hemos llegado a ese punto. En el futuro se crearán centros de producción que, a su vez, estarán dirigidos a unos centros de público interesados en ver según qué cosas, una especie de minis HBO. La gente dirá “a mi me interesa el cine social, me interesa este proyecto y participo en él, no a través del crowdfunding poniendo dinero, sino con la propia participación en la elaboración”. En ese sentido hay muchos caminos por abrir que no aun no se han explorado porque no se considera negocio.
Eso conllevaría la instauración de un nuevo modelo cinematográfico, tanto a nivel de producción como a nivel de distribución y de exhibición…
Pienso que se establecerá un modelo de convivencia entre el modelo industrial, que es necesario, y estos nuevos formatos, un modelo de interrelación entre el que mira y el que enseña; si no, estamos abocados a un cine que corre el riesgo de desaparecer, algo que creo que es imposible puesto que hay toda una generación que tiene la necesidad de expresarse.
Entrevista realizada en el Festival de Málaga, el 18 de abril de 2015.
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