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Carlos F. Heredero.

Ya lo dijimos el pasado diciembre: muchas veces la propia actualidad de la cartelera conforma un cierto boceto de lo que está ocurriendo en algunas parcelas –creativas, industriales o nacionales– del ámbito cinematográfico. Y eso es lo que de nuevo sucede ahora, cuando algunas reveladoras películas norteamericanas parecen delatar un renovado interés por la Historia de su país. Un interés que, además, no proviene de la industria más acomodaticia, sino que deriva de un conjunto de obras muy personales firmadas por autores que trabajan dentro del meanstream, pero que pueden permitirse el lujo de hacer, tan solo, el cine que realmente les interesa y que han coincidido –al compás de los problemáticos tiempos que corren– en volver la vista hacia atrás para revisar algunos conflictivos períodos de la Historia de los Estados Unidos.

Convengamos que Paul Thomas Anderson, Steven Spielberg, Kathryn Bigelow, Ben Affleck y Quentin Tarantino, con el precedente del australiano Andrew Dominik (firmante de una producción USA: Mátalos suavemente) no son cualquiera, por lo que sería temerario pasar por alto esta llamativa confluencia. Y de ahí nuestro interés por preguntarnos qué está pasando, por qué los autores más conscientes del descoyuntado Hollywood contemporáneo han decidido pararse a escrutar el pretérito histórico, cómo y de qué manera consiguen extraer de él las energías necesarias a fin de hacer un cine que pueda proporcionarnos herramientas para entender mejor el presente.

Porque a lo mejor se trata precisamente de esto, y resulta –es solo una hipótesis– que no importa tanto lo que estos cineastas puedan decirnos sobre la Historia norteamericana como lo que –al reconsiderar su lectura– están encontrando de utilidad en ella para decirnos algo sobre la sociedad actual o sobre las formas estéticas y narrativas del cine de hoy. Recordemos: si “la pantalla revela al mundo [a las épocas históricas retratadas, cabría decir aquí] no como es, sino como se le comprende en una época determinada” (Pierre Sorlin) y si el cine histórico no es otra cosa que la “representación de una representación”, o “la puesta en escena de una previa escenificación” (José Enrique Monterde), entonces parece claro que estas películas nos están hablando a la vez –y quizás con pleno propósito– de nuestro mundo actual: de la desmemoria histórica que ha ocultado el pasado esclavista (Django desencadenado), de las lacras heredadas de la lejana posguerra (The Master), del contraplano que ocultó la famosa foto de Obama y su gabinete contemplando la ejecución de Bin Laden (La noche más oscura), de la corrupción política que nos invade (Lincoln), de las mentiras de Hollywood (Argo) y de la tenebrosa trastienda del poder (Mátalos suavemente).

Y por esto cobra también un especial interés la controversia sobre las formas estéticas y narrativas con las que Tarantino pone en escena el pasado esclavista de los EE UU: ¿reconstrucción historicista o lúdico juego cinematográfico que ‘rehace’ la Historia…?, ¿reelaboración autoconsciente del spaghetti-western o mera repetición autosatisfecha de una fórmula encontrada…? Una polémica, por cierto, que no afecta solo a Tarantino, sino que implica también a buena parte del cine actual. Abramos el debate.