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El Eco atrapa la cotidianeidad de un pueblo homónimo del norte de México, ¿cómo ha conseguido un acercamiento tan inmersivo? Me lo planteé como un reto. La forma era una de las cosas en las que puse más atención, sobre todo viniendo de Noche de fuego (2021) en donde me enfrenté por primera vez a este lenguaje cinematográfico de la ficción. Con El Eco me propuse: no entrevistas, no voz en off, vamos a ver si somos capaces de atrapar un pedazo de vida que tenga pureza y honestidad. El planteamiento fue una puesta en cámara muy cercana a la ficción, con la intención de construir narrativamente un documental cercano para el espectador. Yo quería que la película fuera un viaje sensorial. Quería que camináramos al lado de la mirada descubridora del mundo de estos niños.

Las imágenes están cargadas de intimidad. Esa intimidad se produce porque hay cuatro años de trabajo atrás, de investigación: que básicamente es estar con la gente, vivir allí, dormir en sus casas, estar a lo largo de los ciclos de la siembra, salir con los animales a pastorear, oír las historias que cuentan en la noche… Ellos viven entre fantasmas y brujas, eso es algo que se iba a colar a la película. Hubo una cercanía muy importante de parte del fotógrafo: la cámara pronto desapareció, era una herramienta más de nuestra vida cotidiana. Veíamos material nuestro cada día y los niños lo veían muchas veces también.

¿Tenía en mente una estructura o un boceto de guion antes de pisar El Eco? No, para nada. La película ha sido un descubrimiento de muchas cosas que han surgido en el camino. Es la primera vez que me voy a rodar sin guion. Aprendí que es un riesgo enorme rodar así. La realidad y los imprevistos de cualquier documental son constantes, pero con un paso del tiempo importante todo se complica. Este rodaje duró casi dieciocho meses. Hubo que reescribir la película constantemente. Sucedieron muchas cosas que no esperábamos, como la muerte de un personaje a la que tuvimos que sobreponernos emocionalmente. Después, hubo que reescribir las líneas narrativas de otro personaje: la niña que monta a caballo, que estaba vinculada directamente a la abuela.

Las niñas, la madre, la abuela… El Eco es una historia de mujeres de todas las edades que enfrentan su vida en un entorno feroz. Una de las escenas más impactantes observa la conversación de un matrimonio. Este punto de vista femenino, ¿fue algo buscado? No. Es algo que también surgió. Atrapamos una situación entre Andrea, que es una mamá guerrera absoluta, y su marido; ella le plantea: “¿Qué te parece si en la próxima quincena yo me voy a trabajar fuera y tú te quedas aquí a cargo de los niños? A ver cómo nos sentimos”. Cuando conocí a Andrea, le pregunté: “¿Por qué no has tenido más bebés?”. Ella solo tiene dos hijos, muchos menos que las mujeres en la comunidad. Ella me dijo: “No, yo ya me puse un dispositivo, no pienso tener otro bebé porque está rudísima la vida, mi marido pasa meses fuera trabajando y no quiero criar a otro hijo sola”. Esta respuesta me descolocó totalmente. Ahí supe que ella iba a ser un personaje en la película.

El Eco reflexiona sobre desigualdad y patriarcado. Hay personajes femeninos que, a pesar de estar en un sistema patriarcal, están buscando su lugar en el mundo y en la comunidad: se revelan, de alguna forma cuestionan el rol que les ha tocado ocupar. Tampoco es que se volviera una película feminista, pero me interesaba esa rebeldía de personajes femeninos que no son estáticos. Luego descubrí a Montse: una niña que monta a caballo y entrena a escondidas de la mamá para competir en un mundo de hombres, donde solo ellos pueden montar, porque además es muy peligroso.

Para descubrir la realidad de estas mujeres, El Eco huye del artificio. ¿Puede la cámara capturar una situación sin intervenir en ella? Sí que intervienes. No puedes hacer una película sin intervenir. Hay una gran intervención de mi parte, pero a partir de lo que les pertenece: no hay una sola palabra impuesta; yo no le he dicho a ningún personaje: tienes que decir esto; si lo hubiera hecho destruyo la película. Yo nunca hubiera sido capaz de escribir los diálogos que hay entre los niños. Lo que hay en El Eco son sus diálogos, que son extraordinarios.

Entonces, ¿de qué manera considera que ha intervenido en lo plasmado en la película? No hay entrevistas, pero hay una provocación de conversaciones. Tengo cuatro años de estar ahí con ellos; los quiero, conozco sus conflictos, los he visto pelearse diez veces antes de la escena en la que se sienta la pareja a la mesa, en esa escena simplemente les dije: “Bueno, nosotros vamos a estar allá, un poco lejos, realmente me gustaría que hablen de cosas de la vida cotidiana con las que no se sienten cómodos”. Esa es la única semilla que planté. El diálogo entre ellos empezó un poco como un juego, luego evolucionó hasta decirse sus verdades. Nuestro trabajo era estar muy atentos, esperar a que las cosas sucedan. Antes de eso conocimos los espacios, la luz ideal de cada momento del día… Fue un trabajo muy fuerte de observación y de conocimiento previo de la vida de estas personas.

A la vez que el interior de los personajes cambia, también lo hace el paisaje. Sí. El paisaje de El Eco se transforma de una manera extrema a lo largo del año. Rodamos durante tanto tiempo porque yo quería atrapar estos ciclos de la vida. Yo ya había visto cómo entierran a los animales: se mueren cuando llega la sequía. Yo sabía que en algún momento alguna borrega iba a morir. Así sucedió. También me di cuenta de la cantidad de tormentas que hay en la época de lluvias, de que luego llega la abundancia y una belleza dorada con las cosechas y el otoño; en cambio, la vida casi desaparece cuando llega la sequía. El trabajo era no tener prisa de mirar todo esto para que, cuando llegara el momento, estuviéramos muy atentos para poder rodar. Luego hubo un trabajo importante de corrección de color para potenciar justo esos colores que hay en el paisaje.

En la película tiene mucho peso el recurso de la elipsis para capturar este paso de las estaciones. Sí, es una película de elipsis. El rodaje duró dieciocho meses. En todo momento me comunicaban cosas como: ya levantó el maíz, ya empezaron a arar o empezó a llover… Entonces volvíamos allá para filmar. Yo quería que fueran elipsis muy drásticas entre una estación y otra, pero en la película no queda algo tan marcado. En algún momento, alguien del equipo me decía: “No se notan mucho esos cambios de las estaciones, no te cases con eso”. Y yo contestaba: “Es que tiene que ser sutil, no te vas a dar cuenta a la primera, pero después tienes que decir: ¿qué le paso a este lugar?, algo cambió muy fuerte, ¡ahora es un desierto!”. Narrativamente es sutil, pero efectivamente la palabra elipsis que has nombrado ha sido fundamental para construir el paso del tiempo en esta película.

Otro elemento fundamental son las capas sonoras.  El uso del sonido eleva la película a una dimensión diferente. Me encanta el sonido. Me parece poderosísimo este elemento para sentir y, narrativamente, es muy subjetivo: no sabes por dónde se mete, pero se mete en el cuerpo, es algo muy sensorial. Me interesaban los sonidos de los animales, quería estar muy cerca de ellos, humanizarlos; hemos potenciado toda la gestualidad corporal y gutural de los animales. Es una película muy inmersiva a nivel visual y sonoro, una historia en donde ruge el viento incluso adentro de los personajes. También en el bosque. A lo largo de cuatro años pude darme cuenta de la belleza del invierno: cuando llega todo se vuelve neblina, azul… Y en el bosque, el viento mueve esas ramas inmensas ¡Cómo crujen! En el diseño sonoro potenciamos este crujir de las ramas; cuando yo escuché este sonido viví una sensación muy impresionante de inmensidad. Para mí todo se vuelven metáforas y símbolos, los sonidos también. Por eso el sonido del bosque está potenciado en la postproducción. Esos árboles que ve la niña, para mí hablan de crecer, de mirar con ojos de niño la brutalidad que hay en el mundo adulto.

Este acercamiento a la infancia es una constante en su filmografía. Como cineasta, ¿qué encuentra en el mundo infantil que no está en el mundo adulto? La magia. La capacidad y la necesidad de un constante descubrir, de preguntar por qué: todos los porqués que cuando crecemos desaparecen. Encuentro una enorme nostalgia de lo que se queda atrás, de lo que luego olvidamos cuando crecemos, de esa ternura inmensa de un momento vital con un pulso único en donde todavía creemos ciegamente en el amor, en la amistad, en la magia de la vida, en el contacto con la tierra, en abrazar un árbol y sentir que estás abrazando algo gigante, algo amoroso que te regresa. Siento que la infancia es una etapa de la vida en donde se siembran muchas huellas inolvidables. Y bueno, estoy criando una niña que está dejando de ser niña: esa nostalgia nace también de esto. Es como querer atrapar un pedazo de ese momento de la vida en esta película; también en la anterior, en Noche de fuego, hay algo de esa necesidad.

¿Continuará explorando con un nuevo documental o con otra ficción? Ahora viene una ficción. Vengo llena de mucho alimento y de mucho aprendizaje después de haber hecho El Eco. Tengo muchas ganas de hacer una película de género y experimentar cosas nuevas. Las intuiciones siempre me llevan a explorar.

Raquel Loredo

Entrevista realizada en el Festival de San Sebastián,
el 26 de septiembre de 2023.