Gerard Alonso i Cassadó.
Afirmaba Javier Ocaña en El País, tras el estreno de Dos hermanos (2010), que el cine de Daniel Burman “no sabe si ser grande o pequeño”, y se queda “a medio camino entre la altisonancia y la sencillez”. Aquella película se contaba entre las obras menores de un director que alcanzó su cénit con El abrazo partido (2004) y cuyo cine se ha ido tornando previsible. Dos secuencias, la primera y la última, de El misterio de la felicidad, responden a la perfección a la hipótesis de Ocaña. En la apertura, Burman nos introduce a los dos protagonistas con una efectista secuencia de montaje. Como si fuesen las dos imágenes de un espejo, Santiago (Guillermo Francella) y Eugenio (Fabián Arenillas) se nos presentan como dos espíritus siameses. Amigos, socios y compadres, viven al unísono sendas vidas paralelas. El conflicto del film arranca cuando el segundo desaparece sin dejar rastro y sin motivo aparente.
Lo que hay entre esa escena de apertura y el desenlace del film es insignificante, cine ‘pequeño’, una adiestrada comedia en la que Burman indaga una vez más en la decadencia de los lazos afectivos y en la existencia del hombre medio. Pero como si de una epifanía se tratase, nos regala una bellísima y ‘altisonante’ clausura, como un duelo al sol musicalizado por Luis Bacalov, que no solo resuelve el conflicto del film, sino el de todo su cine: frente al malestar, solo nos queda el retorno a los orígenes, a aquel viaje de adolescencia, a aquel primer amor furtivo.
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