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Sergi Sánchez.

Aún está por elaborar una teoría del actor en el cine digital. El congreso debería de ser, junto a Holy Motors, su piedra de toque. ¿Dónde está el gesto del cuerpo y el rostro cuando existen precisamente en su ausencia, en su vacío? Esta es una de las preguntas que se formula Ari Folman cuando adapta libremente la novela de Stanislaw Lem y sustituye la crítica al totalitarismo comunista de aquélla por la crítica a la industria del entretenimiento. Hollywood impone una nueva dictadura basada en el simulacro, o lo que Baudrillard llamaba ‘el crimen perfecto’. Es una vieja historia, que se remonta a los tiempos de la realidad virtual y sus efectos sobre la percepción del mundo, pero que Folman, con la inapreciable ayuda de Robin Wright, consigue trasladar a una dimensión menos coyuntural, más abstracta y de más largo alcance.

Es tentador establecer puentes de conexión entre la carrera de la protagonista de La princesa prometida (Rob Reiner, 1987) y la de Robin Wright haciendo de Robin Wright en El congreso, aunque ese es precisamente el punto de partida del régimen de multiplicidades, por utilizar un término deleuziano, que propone el film. Lejos del tono satírico y distanciador de Cómo ser John Malkovich, la extraordinaria primera parte de la película pretende que actriz y personaje se confundan a ojos del espectador. Es un juego de copias y originales que trabaja con la imagen icónica de Wright, con los ecos de su ‘yo’ real en su ‘yo’ en la pantalla (que luego se reproducirán ad infinitum cuando la actriz, veinte años después de su retiro, se convierta en una celebridad digital: “Es la sexta Robin Wright que aparece hoy”, le dice la recepcionista del hotel de Abrahama cuando llega para registrarse). En un futuro no tan distópico (Folman ha declarado que Hollywood está preparada tecnológicamente para escanear a un actor de la misma manera que se hace en el film), una actriz como Robin Wright, que rechazó ser portada de Vanity Fair tras el éxito de Forrest Gump como quien firma una sentencia de muerte ante los estudios, y que se negó a hacer televisión hasta que David Fincher la convenció para ser la Lady Macbeth de House of Cards, puede firmar el contrato fáustico que le propone el jefe de la ficticia Miramount (Danny Huston) para escanear su imagen y utilizarla como moldeable base de datos en blockbusters que nunca habría aceptado interpretar. ¿Qué gana a cambio? No envejecer nunca sin tener que pasar por el quirófano.

Es obvio que Ari Folman piensa en ese futuro como una aberración. Si no fuera así, en la parte animada de El congreso habría optado por la performance capture o por la rotoscopia, no por el homenaje al trabajo de los hermanos Fleischer en la década de los años treinta o la animación lisérgica de El submarino amarillo (G. Dunning, 1968). Si no fuera así, la película no arrancaría con un hermoso travelling en retroceso desde un plano corto de Robin Wright llorando, moviéndose casi en cámara lenta, la viva encarnación de una taxonomía gestual del star system. Si no fuera así, la escena en que Wright es escaneada en una gran esfera, con cientos de cámaras con flash tomando fotos como paparazzis en una alfombra roja, no existiría, ni tampoco existiría el conmovedor intercambio de emociones entre Wright y su agente (un inspirado Harvey Keitel). El congreso es una sentida elegía por el acting analógico, pero también se resiste a cerrar los ojos ante lo inevitable, esto es: la tensión entre la desaparición del cuerpo y la eternidad de sus modulaciones en la era digital ha de generar nuevos parámetros narrativos, nuevas definiciones de la celebridad, nuevas aproximaciones a la ontología de la imagen. En este sentido, El congreso es una película importante, en la medida en que se plantea preguntas que reconoce que no quiere (o no puede aún) responder.

Cruzado el umbral de la animación, desconcertantemente híbrida, la película trepa por un árbol de infinitas ramas, en el que la identidad fluctuante de la actriz, la búsqueda de su hijo discapacitado por un laberinto de colores y réplicas de famosos, la relación amorosa con el animador que la ha renderizado durante dos décadas y una vaga, enigmática trama de rebelión anticorporativa confluyen en un extraño poema melancólico. El congreso se adscribe a esa tendencia tan contemporánea del cine bipolar o bicéfalo, que divide sus tramas en dos partes bien diferenciadas que, replegadas una sobre la otra, ofrecen una relectura (o mejor dicho, una re-visión, en el sentido de obligarnos, como escribió el crítico Gonzalo de Lucas en estas mismas páginas, a “ver dos veces”) de su discurso a través de sus asimetrías. Es una operación singular, dado que Folman utiliza la animación para imaginar el futuro de un segmento narrativo que obedece, en esencia, a las exigencias del cine realista. Por muy premeditadamente confusa que sea la parte animada (tanto, no nos engañemos, como lo puede ser cualquier novela de ciencia ficción de ideas), es la psicotrópica extensión de un sentimiento: el que, al fin y al cabo, nos condena a ser personajes en busca de un autor, actores de una obra de teatro sin pies ni cabeza, tristes imitaciones de nosotros mismos en un universo sin tiempo.

En Vals con Bashir Folman utilizó la animación como mediación con lo irrepresentable, como instrumento para exorcizar un trauma. En El congreso el trauma nace en las trincheras que separan lo real de lo virtual. Nada nuevo bajo el sol, dirán los nostálgicos de Matrix y William Gibson. Y, sin embargo, el cineasta israelí ha encontrado una nueva manera de reabrir el debate, de actualizarlo y, sobre todo, de volverlo más humano. Los fanáticos de la obra de Lem le reprocharán que haya usado su nombre en vano, porque respeta poca letra del texto original, pero a Folman le interesa apropiarse de la dimensión crítica de la literatura del escritor polaco para hablar de las implicaciones metafísicas de la imagen digital en nuestro ser-en-el-mundo.

Entrevista con Ari Folman en Caimán CdC Nº 30