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“Los parientes, de lejos, huelen bien”.
Casimiro Torreiro.

Territorio privilegiado, desde hace al menos un par de décadas (si no más) del cine de no ficción, el egodocumental, documental del Yo o documental performativo, que todas las variantes nominales admite, se ha ido desarrollando un poco como la consabida piedra cuando cae en las tranquilas aguas del estanque: desde el centro pulsional de la personalidad individual de quien lo propone, hasta círculos progresivamente más amplios, que abarcan a los progenitores (Alan Berliner, Andrés di Tella, sólo por citar los primeros que vienen a la mano), los hermanos, los tíos (Renate Costa, Teresa Arredondo), hasta constelaciones mayores que abarcan varias generaciones de una misma familia (Carlota Subirana). Y también, claro está, los abuelos.

De eso habla justamente Pepe el andaluz (2013), el documental que con paciencia franciscana fueron construyendo con primor, a lo largo de ¡diez años!, la pareja compuesta por Alejandro Alvarado, el nieto de Pepe, y Concha Barquero, su habitual compinche en el cine y en la vida. Pepe el andaluz es uno de esos proyectos que, como Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2010) de Yulene Olaizola, acompañan a un creador a lo largo de prácticamente toda su vida, hasta que logran ultimarlo: saber qué pasó con alguien tan, digamos, directamente involucrado en nuestra propia existencia como es un/a abuelo/a cuando nosotros aún no estábamos es una tentación. Y más si lo que ha constituido la vida de esa persona encierra algún tipo de secreto… porque, a la postre, qué es una familia, sino el gran receptáculo de cosas no dichas, de supuestos más o menos incómodos sobre los que no conviene fijar demasiado la atención.

Algo diferencia el documental de Alvarado y Barquero de algunos de sus homólogos antes citados: aquí se trata de forzar la memoria de alguien que, como el padre de Berliner en Nobody’s Business, no está dispuesto a hacer el esfuerzo de hablar de sí mismo. No es Pepe, el evanescente Pepe quien se niega a hablar -no está ya en este mundo: uno se pregunta, hasta la catarata de secretos desvelados que arrojará el propio esfuerzo de los cineastas, si alguna vez estuvo-, sino su esposa, la abuela de Alvarado. Ella ha construido una historia más o menos canónica sobre su esposo, aunque ésta se resienta, en primer lugar, de un desconcertante final: un buen día, ese aguerrido franquista que ganó la guerra civil y que tuvo algún oscuro episodio de choque frontal contra la Ley impuesta por los vencedores, se fue a buscar una vida mejor en Buenos Aires, y no se supo mucho más de él. ¿Qué oculta ese viaje? ¿Qué ocurrió con ese abuelo sobre el cual su esposa no tiene demasiado interés en rememorar sus hazañas?

El discurso de la abuela es demasiado límpido… demasiado anodino, en todo caso. Porque, como sucede con harta frecuencia en este tipo de películas, lo que se calla es mucho más importante que lo que se dice, y si cuando se dice resulta tan desarmantemente banal, seguro es que algo se esconde detrás de las apariencias. Desde ahí fue desde donde Alvarado y Barquero se pusieron a tirar de un hilo muy, pero que muy tenue, tanto como para amenazar romperse a la menor ocasión. De ahí la larga paciencia de la búsqueda; de ahí, también, los cinco viajes que tuvieron que hacer a Argentina hasta descubrir una verdad que no es una, sino por lo menos dos, y que el respetable perdonará, seguramente agradecerá que no le sean desveladas. Porque los discursos demasiado simples son siempre equívocos; y a la postre, esa abuela que aún vive, con más de 90 años, bien hubiera podido contarlo todo de buen comienzo… pero entonces tal vez no habría película, porque al igual que muchos otros documentales (auto)biográficos de las últimas décadas, también éste incluye en su rico tejido su propio proceso de descubrimiento; y también, cómo no, lo que pone sobre la mesa atañe no sólo a una familia, sino a muchas otras, de manera que Pepe el Andaluz bien podría haber sido el abuelo ya no de Alejandro Alvarado, sino de muchos de nosotros…

Esta película singular, que tuvo un accidentado proceso de nacimiento hasta desembocar en una auto-producción casi desafiante, ha corrido la suerte de tantos otros documentales producidos en España; productos incluso necesarios que el desgarrado, cambiante panorama de nuestra exhibición cinematográfica parece olvidar adrede: un buen reconocimiento en festivales, pero escaso o nulo conocimiento fuera de estos eventos. Quienes lo vieron el año pasado, el de su estreno, lo han aplaudido (premio del público en Málaga 2013, premio Canal + en Documenta Madrid del mismo año, premio del Centro de Estudios Andaluces, mejor documental del año para los críticos sureños reunidos en la ASECAN, mención especial en Cuernavaca, México; premio de la ASECAN en Alcances de Cádiz…). Ahora, le toca volver al asalto de nuevos públicos; y nada mejor que esta iniciativa para entrar en contacto con su fascinante superposición de historias, dramas, oquedades y silencios.