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Carlos F. Heredero.

Un nuevo horizonte se abre para el cine desde el comienzo mismo del siglo XXI. El despegue definitivo de esta nueva época (la era digital), y de las vertiginosas transformaciones implícitas en ella, coincide así  con la encrucijada simbólica que ofrece el ocaso del siglo analógico y el amanecer de su relevo histórico. Pocas veces como ahora los saltos cualitativos más relevantes de un proceso de profundas mutaciones se han correspondido de forma tan clara con la inflexión del calendario.

La velocidad del proceso apenas deja tiempo para contemplarlo en perspectiva y para aventurar hipótesis reflexivas sobre su propia naturaleza y sobre sus repercusiones en el conjunto del universo audiovisual. La realidad poliédrica y mestiza, cambiante y acelerada de 2007 ha dejado ya obsoletos algunos de los debates más apasionados entre los que se dirimían a finales del siglo XX y durante los primeros años del actual: la vieja dicotomía entre la imagen-cine y la imagen-televisión, las polémicas entre cineastas y videocreadores, la distancia entre la imagen fotoquímica y el vídeo analógico… Incluso la disyuntiva entre el vídeo digital (DV) y la alta definición (HD) está en trance de perder todo significado. Quedan todavía por negociarse, es verdad, numerosas cuestiones que afectan a la estética y al lenguaje tanto como a la producción y a la difusión, pero los cambios que se están produciendo ya delante de nuestros ojos todos los meses nos arrastran y nos sitúan, una vez tras otra, frente a los hechos consumados.

Lo que está en juego, sin embargo, no es baladí. La democratización del acceso a las herrramientas convive con las impositivas tendencias uniformizadoras propias de la globalización; el estallido de una pluralidad de voces y de canales, de formatos y de pantallas, va de la mano con las amenazas casi constantes que sufre la diversidad cultural en medio del asedio al que la somete la voracidad del mercado; el potencial liberador de los nuevos instrumentos (las cámaras digitales, Internet, etc.) genera tensiones con la protección de los derechos de autor, que son imprescindibles, a su vez, para garantizar esa misma libertad creativa que impulsan aquéllos; la libre circulación de las obras (ahora que la tecnología y la programación parecen estar en condiciones de abolir todas las barreras) genera la imperiosa necesidad de encontrar y definir nuevas instancias de discriminación y de valoración crítica.

Se hace ahora más necesaria que nunca, en consecuencia, la tarea de repensar la nueva frontera digital sobre la que nos movemos. Se hace más urgente el empeño de resistir a la fábrica de eslóganes, a la tentación perezosa de dejarse llevar por los espejismos de la tecnología y a la banalidad retórica de los nuevos academicismos. Se hace más perentorio encender luces para alumbrar el camino y para no perdernos en medio del bosque. Con esta determinación, nuestra revista se adentra en 2008 proponiendo algunas reflexiones iniciales sobre el palimpsesto digital al que nos enfrentamos. Una propuesta que surge en paralelo con el referente de las dos películas elegidas por nuestros críticos como las mejores de 2007 (Inland Empire y Naturaleza muerta), grabadas y concebidas ambas, a mayor abundamiento, en vídeo digital.