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Los festivales online son como remontar un río desde su desembocadura hasta su nacimiento, en especial cuando los visionados no se corresponden con las dinámicas temporales de su edición física y se prolongan mucho más en el tiempo. Lo pensaba viendo una de las películas de esta edición de Visions du Réel, la segunda que se celebra online, aunque este año en paralelo a un verdadero festival presencial en su sede natural, la ciudad suiza de Nyon (15-25 de abril). En Slow Return, Philip Cartelli filma el curso del Ródano desde su desembocadura en el Mediterráneo hasta su fuente en Suiza, atendiendo a las circunstancias de aquellos que habitan sus orillas. Me pareció una buena metáfora, sobre todo porque fue la última película que vi del festival, de una forma un tanto desordenada y conociendo ya el final, su palmarés, que, de algún modo, dibuja un panorama bastante certero de las distintas tendencias del documental contemporáneo.

La película ganadora de la competición internacional, Faya Dayi, de Jessica Beshir, retrata entre lo observacional y lo poético la comunidad de Harar (Etiopía), cuya economía ha crecido en torno al cultivo del khat, una planta psicoestimulante parecida a la coca. Pero la región es también lugar de paso de los jóvenes que se dirigen al norte, con la intención de cruzar el Mediterráneo, o de espera, la de esas mujeres que aguardan noticias de sus hijos o maridos, sin que quizás nunca lleguen a saber si han alcanzado su objetivo. Beshir ha encontrado un lugar que explica muchas de las claves del mundo actual, del mismo modo que Sebastian Mez encontró en The Great Void las imágenes que mejor lo retratan; con carácter anticipatorio, eso sí, porque los planos que filma son los de unos escenarios vaciados de toda presencia humana. El modelo ha sido ampliamente desarrollado en muchas otras películas (las imágenes de Los Ángeles parecen las de una película posapocaliptica), pero Mez ha sido capaz de prever las imágenes de la pandemia de la COVID-19 poco antes de que esta estallase. Una voz leyendo un poema de Bertold Brecht de 1939 recalca ese carácter distópico, el de una catástrofe inminente. Su reverso sería Searchers, en la que Pacho Velez filma a muchos neoyorquinos, también a sí mismo, relatando sus experiencias en las aplicaciones de citas (Tinder y demás) en tiempos de pandemia y distanciamiento social. El resultado es una comedia romántica devenida documental. O el documental más tierno y confortable que recuerdo.

Del otro lado de la orilla, río arriba, otros documentales investigaban nuestro pasado más reciente. Sucede con Looking for Horses, de Stefan Pavlović, mejor película en la sección Burning Lights, en la que el cineasta vuelve a su Bosnia natal hasta que se tropieza con una suerte de ermitaño que habita junto a un lago. La película relata esta amistad incipiente hasta que, de pronto, comienza a aflorar su traumática participación en la guerra de la exYugoslavia de los noventa. Este acercamiento en primera persona es aún más radical en el caso de la argentina Natalia Garayalde. Esquirlas es una película elaborada a partir de las videograbaciones familiares y otros documentos de la época, 1995, cuando una fábrica de munición explotó en la localidad de Río Tercero. Garayalde, una niña entonces, filmó ese momento desde el coche de su padre, que intentaba esquivar los cascotes que cayeron sobre toda la ciudad. Pero su película no se detiene ahí, sino que se prolonga en la investigación en torno a esa explosión (aparentemente provocada para ocultar el contrabando de armas) y en la tragedia familiar, el cáncer que afecta a varios miembros de su familia, probablemente ocasionado por la cercanía de la fábrica. Con mucho menos se han hecho hasta miniseries para Netflix (Carmel: ¿Quién mató a María Marta?). Garayalde nos cuenta su historia y sus múltiples ramificaciones en solo setenta minutos. El mayor defecto de Esquirlas es su modestia.

Esta vertiente subjetiva de un acontecimiento de amplia repercusión la encontramos también en Le Ventre de la montagne, en la que Stephen Loye recuerda el accidente de un avión de Germanwings en los Alpes en 2015, provocado por el suicidio de uno de sus pilotos. Vecino del lugar en el que el piloto había pasado sus vacaciones de infancia, Loye no investiga tanto las causas del accidente como sus consecuencias medioambientales o su impacto en la vida de la región. Yéndonos más atrás y abandonando esta perspectiva personal, 1970, de Tomasz Wolski, relata una huelga en la Polonia comunista por un alza abusiva de precios. Wolski combina imágenes de archivo de las protestas con las deliberaciones de las autoridades polacas, reconstruidas con técnicas de stop-motion y las grabaciones telefónicas conservadas. La fuerza del archivo (visual y sonoro) acaba siendo contrarrestada por las animaciones, que le dan un aire en exceso grotesco.

Acercándonos a la fuente donde nace el río, las respectivas vencedoras en la competición de Medios y Cortometrajes, la rusa Strict Regime, de Nikita Yefimov, y la española A comuñón da miña prima Andrea, de Brandán Cerviño, cuestionan el propio estatuto documental de sus imágenes, el primero evidenciando las negociaciones con su protagonista sobre lo que se puede filmar y lo que no en una prisión de máxima seguridad, el segundo reinventando la película de primera comunión y convirtiéndola en una oportunidad de cumplir los deseos de la prima del título: el cine como fórmula de reescritura imaginaria de los recuerdos. Por el contrario, el tema de Jo ta ke, de Aitziber Olaskoaga, es el de una imposibilidad, primero la de conseguir unas imágenes de archivo, luego la de filmar la cárcel de Herrera de la Mancha: el cine como negación de los recuerdos y de la propia identidad (nacional, personal). Quizás por ello la película de Olaskoaga opera en un territorio puramente teórico en el que las imágenes, sobre todo las del tramo final, no son más que la constatación de un (asumido) fracaso.