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Manuel Rodríguez Graña.

Dentro de la historia del cine es posible que exista una escuela no oficial, la que está hermanada con la paciencia. En este caso cinematográfica. Se han estrenado títulos que se han gestado durante amplios y perseverantes períodos de tiempo hasta salir a la luz de forma completa y con la única firma de su autor. Richard Linklater lo hizo de manera doble, primero con una historia dividida en tres partes, la llamada trilogía Before…; y más adelante con Boyhood, momentos de una vida (Boyhood, 2014) su proyecto más ambicioso y mimado en cuanto a la narración y el tiempo, su mayor obsesión. Entre ambos proyectos pueden juntarse casi veinte años de rodaje. Diana Toucedo en Trinta lumes (2017) ha conseguido alumbrar un film gracias a un rodaje constante durante más de cinco años. Su campamento base fue la Sierra de O Courel, Lugo, en el seno de una pequeña aldea de reducida población. Incluidos en este casi centenar de personas están los ‘trinta lumes’, que en gallego significa treinta fuegos y que representan los hogares que cuentan con niños en este pequeño y remoto lugar.

Este film híbrido entre ficción y documental es un camino guiado por la tradición y la cultura popular de Galicia, similar al que ya hizo la directora en anteriores trabajos como Por qué non cantades todas (2015), homenaje a la música tradicional y a las mujeres encargadas de ella. En Trinta lumes, Toucedo da un paso más y prosigue su intención de dar luz a aspectos casi desaparecidos de una cultura por la que siente un arraigo profundo. Su discurso obedece a un formato por y para el lugar (ligado a lo sobrenatural), y acompaña a los resistentes habitantes de una pequeña aldea donde destaca la ligazón de vida y muerte que existe desde tiempos de Breogán y las mouras. Parece que la intención de la cineasta es que estos nuevos fuegos (cada vez menos) sean capaces de convivir con el misticismo característico y con lo que ya no está, todavía presente en ritos y costumbres. Habla sobre el paso del tiempo y se detiene, o más bien, se rejuvenece con la esperanza otorgada por las nuevas generaciones de niños. No en vano, Toucedo reserva para ellos las escenas más dinámicas y didácticas, alejadas de la rutina y la tradición anclada. Aparecen como estudiantes de la vida situados en el colegio, en la naturaleza o en la improvisación que diverge de los hábitos congelados y casi extinguidos de la villa. Y contrastan con la planificación escénica estática de los ancianos, anclados a unos hábitos que la directora aprovecha para no cesar en su homenaje.

La película es de igual forma un largo recorrido sobre la memoria de los muertos, que finaliza simbólicamente en un cementerio, celebrando la vida y la muerte con un plano general que incluye a (casi) todos los habitantes del pueblo. A todos les concierne, a todos se les llama a la reflexión. A través de estos ritos y mitos se manifiesta una convivencia palpable con la muerte literal y simbólica. Diana Toucedo crea un relato vestido de tiempo y muerte, que gravita entre lo visible (el cementerio) y lo invisible (la tradición).