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(versión ampliada de Caimán CdC nº 26, abril 2014).
Un artesano de la memoria.
Javier H. Estrada.

Su cine ha tratado el genocidio de los jemeres rojos (1975-1979) desde diferentes ángulos pero en La imagen perdida utiliza por vez primera una perspectiva autobiográfica.
Necesitaba una buena distancia para afrontar este proyecto, tiempo para sentirme en paz. No quería solamente mostrar un testimonio. Cada vez que emprendo un nuevo proyecto mi objetivo es proponer una reflexión cinematográfica. En este caso me planteé cómo materializar una representación del genocidio. Por ahora no sé cómo tratar este tema desde la ficción, no puedo dirigir actores y decirles cómo morir o sufrir. Mi imposibilidad para afrontar una ficción viene de mi implicación en la Historia, de haber sufrido esos hechos, algo que no les sucedía, por ejemplo, a los creadores de La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) o La vida es bella (Roberto Benigni, 1997). Lo que pretendía era encontrar una forma que moralmente me permitiese contar mi propia historia. Me ha llevado 20 años dar con la clave. En ese tiempo he tratado el tema del genocidio desde otras perspectivas, nunca directamente conectadas con mi experiencia. Aún así yo estaba de alguna manera en esas películas. Por ejemplo, en S-21 (2003) el pintor Vann Nath es como mi álter ego.

Los jemeres rojos destruyeron una parte importante del legado cultural camboyano, su película es de algún modo una reacción y una victoria contra ellos.
Por supuesto, el hecho de que yo siga haciendo cine significa que no tuvieron éxito. Cada película es una victoria. Hay que recordar que mataron a 1.8 millones de personas cuando el total de habitantes ascendía a los 7.5 millones. Asesinaron a un cuarto de la población. Pero la cifra no significa nada, cada una de esas vidas es importante, cada una tiene una historia, y eso es lo que me interesa investigar en cada película, así que usted tiene razón: donde ellos destruyeron, yo quiero construir; lo que ellos intentaron borrar es lo que yo quiero recordar. Se trata de una batalla entre el terror y la gente inocente, entre el bien y el mal si se quiere. Debemos mantener esa luchar para salvar nuestra civilización

También es la primera vez que une imágenes de archivo y voz en off. ¿Cómo surgió el estilo del film?
Cuando empiezo a preparar un documental no sé qué forma adoptaré. Antes de llegar a la imagen de archivo y a las figuras de arcilla, filmé durante más de un año y medio a fotógrafos y operadores de cámara de los jemeres rojos. Quería saber cómo producían esas imágenes propagandísticas y totalitarias. Al final encontré esta vía para contar la historia, decidí que no necesitaba mostrarles hablando. Para mí las figuras de arcilla tienen alma, aunque no se muevan su espíritu está ahí. Espero que en Europa puedan percibirlo también porque para nosotros funcionan de esta manera, de alguna forma se parecen a las máscaras africanas. Cuando rezamos frente a Buda, no pensamos que estamos ante una piedra, para nosotros es un espíritu. Hay otra cuestión importante: esas figuras se hicieron con agua y tierra, fueron modeladas por nuestras manos y se secaron con el calor del sol; todos son elementos naturales. Sólo así podíamos crear vida a partir de ellas, quería establecer ese vínculo. Un día, quizás en dos o tres años, esas figuras se convertirán en polvo, pero su alma permanecerá en la película.

¿Por qué empleó ese material?
Cuando le pedí a mi asistente que hiciese unas pequeñas figuras, él me preguntó si las quería en piedra o en madera. Le dije teníamos que ir a un río y tomar barro de allí. La razón es que cuando era niño no disponíamos del tipo de juguetes que tienen los jóvenes de hoy. Estábamos en un río y fabricábamos nuestras propias figuras de animales y personas, e inventábamos historias con ellas. Cuando vi el gesto de la primera figura me pareció muy expresivo pero al mismo tiempo muy puro, como las obras de Picasso o Joan Miró, tenía la inocencia de la infancia. Esa pieza de arcilla se parecía a mí cuando era niño y en la película se expresa a través de mis palabras, por lo tanto esa combinación es un reflejo de toda mi vida.

La película está inspirada en su libro La eliminación. ¿Por qué decidió escribir sobre su experiencia antes que filmarla?  
Filmar la muerte me parece algo extremadamente difícil, puedes convertirte en un voyeur casi sin darte cuenta. Creo que las palabras son más poderosas para este cometido. Por eso escribí primero el libro. Cuando empecé a trabajar en la película no pensaba en utilizar segmentos de La eliminación, ocurrió con naturalidad. Por otra parte, mi objetivo no era filmar la muerte, sino el alma y la vida. Cuando estuve en Estados Unidos la gente me preguntaba cuántos de mis familiares habían sido víctimas del genocidio, querían saber el número exacto de muertes. ¿Qué pretendían, que me pasase toda la noche enumerándolos? Se trata de algo diferente.

Quiero hablar sobre ellos, devolverles la dignidad porque estamos hablando sobre un genocidio, que no sólo consiste en asesinar gente, sino en la destrucción de la dignidad del ser humano. Me parece más interesante estudiar la intención del genocidio que producir imágenes de sobre sus actos. En Shoah (1985), Claude Lanzmann encontró su método a través de la palabra. Yo busco mi propio camino, relacionado con mis raíces. Mi cultura me dio la posibilidad de expresar el sentir de esta tragedia a través de elementos que nos resultan familiares como las piezas de arcilla o el templo de Angkor Wat.

Tanto en el libro como en la película ha colaborado con el escritor francés Christophe Bataille. ¿Cómo se desarrolla este trabajo conjunto?
Cuando nos reunimos yo hablo mucho y, mientras tanto, él me escucha y escribe. Después corrijo los aspectos que no me gustan, como las frases largas. La eliminación llegó a tener más de 110 versiones, fue un trabajo de más de dos años. Para la película le pedí a Christophe que viniese a mi oficina de Phnom Penh y allí le mostré los materiales de archivo. Quería que sintiese cómo es la vida en Camboya, que se familiarizase con la cuidad y los arrozales. El rodaje tuvo lugar en mi oficina, que se convirtió en un pequeño estudio. Coloqué una mesa y encima las maquetas y las figuras de arcilla. Quería sentime libre, lograr la misma sensación que se tiene al ver una película de Chris Marker, Alain Resnais o Shohei Imamura. Me dije que no me impondría reglas cinematográficas, que las únicas limitaciones vendrían dadas por mis valores éticos.

El uso de las figuras de arcilla me recordó, en su pureza e inocencia, a alguno clásicos del cine camboyano que sobrevivieron a la destrucción de los jemeres rojos, me refiero a obras como 12 Sisters (Ly Bun Yim, 1968) y The Snake Man (Tea Lim Koun, 1970).
Es interesante que cite estas películas, son un buen reflejo de la identidad camboyana porque nosotros siempre hemos creído en la magia, no sólo los niños sino también los adultos. Incluso cuando las condiciones son difíciles o terriblemente trágicas tenemos que aprender a vivir de nuevo, es algo inherente a nuestra cultura. En ese sentido la magia es útil. Hay algo de esta idea en La imagen perdida: el totalitarismo es un sistema de destrucción ideológica, pero lo que no puede eliminar es la imaginación ni los sentimientos, y para mí eso la magia.

¿Cómo concibió la banda sonora?
Cuando imparto clases a directores jóvenes siempre les digo que en el documental hay que cuidar especialmente la edición del sonido. No es una labor exclusiva de la ficción, como muchas veces se piensa, de forma totalmente errónea. Por ejemplo, nunca utilizo la música para ilustrar, para mí es el alma de la película. A veces mezclo cinco músicas diferentes al mismo tiempo y acabo utilizando más de 20 pistas de sonido. Edito la música como edito las imágenes. Hay que enfatizar las diferencias entre documental y reportaje periodístico. En el reportaje, con tres pistas de sonido, puedes tener suficiente.

Su película reabre uno de los debates clásicos del documental sobre la Historia: la invocación de una tragedia desde la experiencia personal y su relación con la memoria colectiva.
Creo que es un tema complejo pero al mismo tiempo muy simple. Cuando quieres hacer una película basada en recuerdos, lo primer que debes tener es un punto de vista estricto en términos morales y éticos. Cuanto más sincero y sencillo es tu acercamiento, más universal será el resultado. No se trata de trabajo de investigación, no soy un académico, hablamos de la imagen. La gente que está frente a la cámara no se comporta de forma natural, nunca vemos su verdad al 100%. La imagen no transmite una verdad absoluta. Por eso debemos ser cuidadosos. Podemos tomar como ejemplo S-21: mi intención era mostrar cómo el cuerpo puede preservar los recuerdos. Yo soy el que está detrás de la cámara, no soy el perpetrador de los crímenes. Soy yo el que decide cuándo les doy la oportunidad de hablar y cuando deben parar. Asumo esta responsabilidad. No puedes dejar que los criminales tomen el mando, porque a veces mienten. Siempre les dije que no estaba con ellos, que era su oponente. Pero al mismo tiempo les necesito porque quiero trabajar sobre la memoria y esa memoria sólo será completa si ellos participan. Una parte esencial de mi trabajo era contrastar cada palabra que decían.

¿Cómo trabajó con las imágenes de archivo?
Siempre me gustó la imagen de archivo y me interesan especialmente las películas de propaganda. Cuando este tipo de imágenes llegan al archivo pasan a la Historia, es algo extraño porque entonces la memoria se tiñe de muerte. Nuestro caso es todavía más dramático porque los jemeres rojos destruyeron la práctica totalidad de nuestro legado cinematográfico, así que lo que ha quedado son básicamente sus imágenes. Conocía a la perfección cada uno de sus fotogramas antes de encontrarme con las personas que los filmaron. Cuando te enfrentas a un criminal tienes que saber su historia.

La voz en off es marcadamente poética, ¿por qué decidió emplear este tono?
La historia es muy dramática, así que no debíamos enfatizar más en este sentido. La voz es de Randal Douc, que no es un actor profesional, sino un gran matemático, su cabeza funciona muy rápido y de forma lógica. Le pedí que adoptase el tono más neutral posible porque la narración era sólo uno de los componentes de la película, pero unido a la imagen y a la música se podía generar algo fuerte. La clave estaba en encontrar la fórmula química, el balance correcto entre esos elementos.

Hace algunos años usted se definió como un ‘paseante de recuerdos’. ¿Podría profundizar en este concepto?
Quería expresar que soy un tipo que se introduce en las profundidades de la memoria dañada y sitúo unas señales para intentar repararla. Podría decir que mi función es como la del arqueólogo: voy con mi cepillo, cuidadosa y lentamente, porque la memoria es muy frágil. Procuro indagar en ella pero siempre con precaución porque los recuerdos pueden ser terribles y el efecto al hablar de ellos, devastador. Tengo la necesidad de comunicar estos hechos a la gente joven. Aspiro a construir un puente entre la generación de mis padres y la de mis hijos. Somos supervivientes, nosotros debemos transmitir esta historia.

En 2012 participó en la producción de Golden Slumbers, la brillante ópera prima del director franco-camboyano Davy Chou. ¿Podría hablar de su labor como impulsor de nuevos cineastas?
Creo que en los próximos años el cine de Camboya va a deparar algunas sorpresas. Aquí tenemos un grupo de buenos directores jóvenes, pero debemos dejar que crezcan poco a poco. Hace unos años fundé el centro Bophana (http://www.bophana.org/site/index.php), es una especie de cinemateca especializada en la memoria del genocidio. Yo doy clase en este centro y trato de producir trabajos de gente joven. También organizamos festivales de cortometrajes, muestras de cine clásico de todas partes del mundo y cine-clubs donde discutimos las películas. Nuestro problema es que, a causa de la destrucción de los jemeres rojos, en Camboya nos quedamos sin artistas, escritores ni directores. Por ello tenemos que empezar prácticamente de cero. Somos una nación pequeña, así que debemos cooperar con otros países de Asia y Europa para crear una pequeña industria. De esa manera podremos reactivar nuestra maquinaria artística.

Yo hago películas sobre la época de los jemeres rojos porque es mi experiencia, pero no es la única historia de mi país, ellos estuvieron sólo cuatro años en el poder. Camboya existió antes de los jemeres y continuó después de ellos, tenemos muchos relatos que contar. El 70% de nuestra población es menor de treinta años, por eso es muy importante formar a la juventud.

Entrevista realizada por Skype, el 14 de marzo de 2014.