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¿Qué ves cuando miras tu reflejo? ¿Te reconoces siempre en su superficie o hay momentos en los que deseas resquebrajar –¿aún más?– su llanura –¿aún más?–, ante la presencia –¿real?– de una réplica –¿externa?, ¿inexistente? ¿ajena?–. Temo que este texto se pierda entre puntos suspensivos, guiones e interrogaciones. ¿Con quién habla Paula Gaitán al dirigir esta película? ¿Habla con el espectador, con el lector de estas palabras, consigo misma, con su difunto marido, con el pasado, con el futuro, con el presente, con otro tiempo o realidad…? Llego a plantearme si está hablando con aquella persona que jamás verá esta película. Temo perderme a mí mismo –¿aún más?– en este texto. Mi correspondencia con esta película no es más que una relación entre la inabarcable inmensidad –¿superioridad?– de una catedral en constante transformación y movimiento –tal vez buscando nuevos continentes y equilibrios entre estados de agregación de la materia– y el yo, la pequeñez –¿inferioridad?– humana, la escasez de lo individual, que es incapaz de abandonar el primer término del plano… No puedo mirar desde otros ojos, no puedo aliviar los engaños –¿pueden ser verdades?– que me depara la vista, hoy –¿ahora?– no puedo hablar desde otro prisma…

Cuando era una niña, Paula pintó el río Amazonas sobre un folio en blanco: un camino azul uniforme bordeado por un verde intenso, también uniforme a lo largo de toda su extensión. Aquel dibujo quedó en el olvido, pero cada año que pasaba hubiese pintado aquel río de forma diferente. Si volviese a pintarlo ahora, medio siglo después, no habría centímetro cuadrado que permaneciese monótono o raso, no habría interpolación entre trazos, jamás lo pintaría sobre un folio.

En Luz Nos Trópicos (Paula Gaitán, Brasil, 2020), tal y como dictan los principios físicos y las leyendas, lo primero que llega es la luz: una imagen teñida –¿inundada?– de rojo; incluso antes de que el sonido se instalase, el mundo comenzó manchado de furia y sangre –¿cómo confirmar esta visión?–, pero el daltonismo tornó este Génesis en un cuento suave y verde… Así se despierta la ciudad que nunca duerme, sobre la cual se cierne, narración mediante, el mito especular del Origen y la subsecuente obsesión por descifrarlo –¿aún pensamos que es posible? ¿Qué vendrá después?–. El amanecer nos da indicios, nosotros los convertimos en promesas… Paula Gaitán inicia así un viaje de replanteamiento, donde reconoce un patrón en toda búsqueda de un origen físico y ontológico: no entendemos este mundo sino como una refracción platónica de otro u otros, no comprendemos al otro sino como réplica de nosotros mismos y no nos vemos a nosotros mismos sin el reflejo propio y ajeno… El audiovisual se desdobla, sin perder profundidad, en diferentes fractales que desobedecen a la precisión matemática, los reflejos entran en el mismo plano –y relación de aspecto– que sus originales –¿o también son reflejos?– y viceversa: el sonido y la imagen, el digital y el analógico, las distintas y las mismas voces, los colores, la vida y la muerte, la calma y la angustia existencial, la cámara y lo filmado, la ficción y la no ficción, el amanecer y el atardecer, América del Sur y América del Norte, la Naturaleza reflejada en el río, en los cristales, en los marcos y las pantallas, el espectador y la película…

Un travelling, activado por la memoria, recorre el río en una pequeña embarcación con los ojos de un antepasado. La mirada se dirige a la orilla, sumergida en un paisaje tropical, donde se encuentra cada persona con la que se ha encontrado aquel ancestro mirándole de cara. Todo están quietos; a cada uno les separa una distancia que permite individualizarles, evita el solapamiento. La memoria hace del tiempo y del camino una línea discreta recta, el recuerdo redirige la atención del otro hacia uno mismo.

La Tierra se desdobla –sin aplanarse– con la zona intertropical –tal vez la más olvidada por la memoria histórica– como punto de referencia y enfoque. La presencia de los trópicos –¿cómo será la luz allí?– introduce la idea de circularidad y de rotación, que se enreda con la dualidad temporal –¿o hay más reflejos en el tiempo?–, que divide el presente en dos –¿o hay más reflejos en el tiempo?– lapsos distintos: el hoy que mira hacia el pasado y aquel al que le obsesiona el horizonte. Paula Gaitán rompe con la perfección de la esfera –sin desprenderse de la idea de ciclo–, la hace aparentemente lineal –¿cuánto hay que acercarse a una línea para ver que no es recta ni conforme?– pero sin atomizar las dimensiones, sin descuidar ninguna –¿incluso aquellas por descubrir?, ¿por percibir?– con su cámara cartesiana. El acto de filmar otros tiempos plantea incluso si existe algo más allá del presente, podría ser que la mirada hacia el pasado y desde –¿y hacia?– el futuro son solo pesos que carga el ahora; siempre siento una mirada que observa y juzga… Esta incertidumbre sobre el tiempo permite un montaje intuitivo en el que se cruzan distintas perspectivas, vivencias y entornos: ante aquello que se ha olvidado –y sobre lo que se ha mentido– solo cabe reimaginar las posibilidades de la Historia –más bien las Historias– para crear una memoria colectiva, que ayude a enmendar las contingencias presentes –¿las pasadas?–, que investiga la ficción que existe en lo documental y la no ficción que recoge la fábula… Tal vez así no retorne la simulada armonía esférica.

Mucho más adelante, un travelling paralelo recorre las calles de Nueva York desde la perspectiva de alguien, tal vez uno de nuestros protagonistas, que se encuentra en la carretera. Esta vez la mirada es transportada por un coche. El movimiento es algo más rápido, nadie mira a estos ojos, los individuos que se cruzan en el pavimento caminan rápido sin apenas fijarse unos en otros. El momento presente se vuelve vertiginoso, sus corrientes apenas permiten la calma y el reposo. Probablemente el pasado fuese similar, me pregunto si la memoria reescribirá este momento de la misma forma o encontrará nuevas ilusiones.

En su ejercicio de ‘desocultamiento’ y de modelación –¿modulación?– de una memoria histórica colectiva, Luz Nos Trópicos pone en el centro distintas formas de vida (desde tribus indígenas amazónicas hasta la metrópolis más ‘cosmopolita’, incluso rescata fragmentos de su primera película, Uaka, de 1988, en los que refleja rituales en los que se conmemora a los muertos de la tribu Xingu) haciéndolas compatibles en un mismo espacio, sin por ello desatender las desigualdades tanto geopolíticas como económicas, sociales y de desarrollo cultural –¿acaso se puede llamar desarrollo al avance propio desdeñando la situación extranjera?– que se dan dentro de cada una (solo una representación de la mujer en el pasado) y entre las distintas formas de vida (la expedición colonizadora europea). La presencia de la naturaleza –¿muy distinta?– en todas las formas de vida le quita el polvo a una de las cuestiones que siempre ha estado en el núcleo del conflicto humano: ¿por qué nos comportamos cómo un elemento aparte de la natura? ¿No somos acaso otra especie –¿puede ser que cada ente sea una especie en sí misma?– más de las millones –¿acaso son finitas?– que pueblan la fauna y la flora? Si siquiera existe algo artificial –creo que sí, pero ¿cómo llamar artificial a lo que surge del curso natural?–, ¿qué es genuino y qué es artificio? ¿Qué es original y qué es réplica?

Ahora, hacia el final, un primer plano cerrado encuadra al antepasado del ‘protagonista’ de esta historia, sentado en un tren. Está dormido. En la ventana se ve un paisaje helado emborronado por la velocidad. La cámara hace un movimiento lateral movido por el traqueteo del tren. Detrás, nuestro protagonista. Su mirada fija en su antepasado: la mirada del presente nos devuelve al pasado.

El cuerpo celestial rompe la melodía terrestre afinando una maldición –¿cómo podría ser esto una bendición?– trascendental e interrumpe la soledad con la promesa metafísica de la plenitud. Nos es imposible desprendernos de la religiosidad y, sin embargo, vivir –¿y morir?– en paz conllevaría no centrarse en ella.

[“And yet, I want more…”].

El diálogo contemplativo y reflexivo explicita el absurdo humano de hacer prevalecer el saber teórico a la experiencia práctica, a la convergencia –y convivencia– de las dos. En el recuerdo de aquel viaje de los colonos europeos, la conversación no es lo que relaciona los cuerpos, sino la tela, el silencio, el tacto y los órganos vitales –¿son estos los que nos hacen acaso a todos los humanos –¿los seres?– iguales? ¿Qué significa realmente la igualdad? ¿Tenemos el enfoque correcto?–. Ni siquiera el viaje colectivo (¡necesario!) –¿posible?– acabaría con la incertidumbre del agua (que se reordena a cada instante) y de la tierra (que evoluciona lentamente)–por no hablar de aquellas que destellan en el cielo–; el río esboza un viaje que únicamente puedes hacer solo, pero que es imposible de sobrevivir si no es en comunidad. La soledad y el silencio son ineludibles e imprescindibles –¿se puede llegar a vivir con desahogo en ellas?–; los seres amados nos articulamos mutuamente como un manto cálido que suavizan el frío del río en invierno, permitiéndonos romper la solidez del hielo superficial que nos devuelve la cordialidad de los días largos. Pero aún con todo, siempre llega el atardecer, que reformula –y revela– el pasado, nos obliga a reflexionar sobre él, dando paso a la ansiedad nocturna. La película intenta encontrar paz –¿aún en la noche?– invirtiendo el principio. Termina el sonido sobre la negrura, tras desaparecer la ciudad en la oscuridad de la noche, iluminada tan solo por la luna y por pequeñas transportes aéreos que se confunden con estrellas en el firmamento.

Paula se encuentra en su estudio, dispuesta a volver a pintar aquel río, pero esta vez, tras el transcurso de las décadas, sobre un lienzo irregular, sobre el que se han pintado varios cuadros, de diversos estilos y épocas, unos encima de los otros; la historia (y más la de un lugar concreto) se reescribe constantemente, se modifica y, en ella, conviven incluso historias plurales en la misma pincelada. Cada mirada añadirá nuevos rasgos posibles. Hay algo distinto muy característico en la brocha de Paula que se ha ido adhiriendo a su huella desde la primera vez que pinto las corrientes del Amazonas. La Edad de la Tierra atraviesa cada vez más sus continentes, la llama de sus colores parece nunca apagarse, aunque aparentemente sea más tenue.

Yo, como individuo, no soy capaz de gestionar ni de descifrar cada recuerdo en esta memoria colectiva; solo tiendo mi mano para ofrecerte (a ti, a vosotros) que desemboquemos en este río y así podamos hacer habitables sus orillas. Un par de manos no pueden aclarar las aguas, pero tampoco es una excusa para no contribuir. Ayúdame a lavar el agua de nuestro hogar para que sea cristalino, para que la luz no se refleje por completo, para no vivir en el especular y en la teoría; sin por ello abandonar los interrogantes. Nosotros, ¿juntos!, sin pensar más allá de lo que habrá entre aquel concreto amanecer y el próximo abstracto atardecer. Ignacio Cea