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En el nombre del poder
Carlos Fernández Castro.

Ya en el S. XVIII advertía Diderot: “Cuidado con el hombre que habla de poner las cosas en orden. Poner las cosas en orden siempre significa poner las cosas bajo su control”. Durante la secuencia inicial de El movimiento, un grupo armado mata despiadadamente a un pobre vendedor ambulante en mitad de una luminosa pampa argentina. Tras dejar atrás el rótulo con el título del film, tres individuos cenan a costa de un humilde huésped, al que invitan a una reunión y exigen una aportación para evitar que la anarquía se apodere del país. Los protagonistas de ambas escenas actúan en nombre del ‘movimiento’ y presentan modus operandi muy similares, pero no comparten más vínculos, ni siquiera el día y la noche que el director asigna a sus respectivas presentaciones.

Y es que el segundo largometraje de Benjamín Naishtat reflexiona sobre el irresistible atractivo del poder y sus peligrosos efectos. Por esta misma razón, el argentino se recrea en los rostros de sus personajes, como si la observación continuada ayudara a comprender las motivaciones de sus actos. Los granjeros se contentan con sobrevivir y los oportunistas aspiran a dominar al resto. Mientras tanto, la única mujer de la película, una joven huérfana que bien podría representar la esperanza de una Argentina mejor, se rebela contra los representantes de tan ambiguo movimiento.

Porque más allá de presentar las ambiciones de estos despiadados canallas, el director aprovecha para retratar un país en proceso de construcción (1835). Cuando abandona los primeros planos, la acción de El movimiento se desarrolla en unos espacios abiertos cuya inmensidad y oscuridad engulle a sus personajes. Se trata de paisajes tan desolados como dotados de una extraña belleza, alejados de la civilización, fotografiados en un blanco y negro austero y contrastado que potencia el carácter surreal de algunas secuencias y remite a tiempos pasados.

Aunque, bien visto, El movimiento podría referirse a la actualidad de cualquier país en el que los políticos de turno intentan engañar a sus ciudadanos con discursos vacíos y promesas tan próximas a sus labios como alejadas de su corazón.