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Tiempos modernos.
Quim Casas.

El tercer largometraje de Xavi Puebla tiene cierta relación argumental y anímica con Glengarry Glen Ross, la pieza de David Mamet llevada al cine por James Foley en 1992 –Glengarry Glen Ross (Éxito a cualquier precio)–, del mismo modo que esta obra conecta con algunos elementos de Muerte de un viajante, el célebre texto del dramaturgo Arthur Miller trasladado igualmente al cine en varias ocasiones. En los tres casos se habla, aunque de manera distinta, de la supervivencia en un ámbito laboral escurridizo y frágil. La obra de Miller gira en torno a un veterano vendedor despedido por las escasas ventas realizadas en los últimos años. La pieza de Mamet tiene como protagonistas a unos agentes inmobiliarios de Chicago superados por la caída en picado del mercado y la irrupción de los nuevos y más agresivos métodos. La película de Puebla se mueve en aguas similares. Aquí se trata de un vendedor de aparatos electrónicos, personaje encarnado por un excelente Antonio Dechent, que durante un congreso en Sevilla intenta contactar con un pequeño magnate estadounidense para colocarle un gran pedido y salvar así su precaria situación económica y, sobre todo, la reputación perdida.

A puerta fría acontece en un espacio inalterable, aunque ramificado en pequeños compartimentos (la gran sala del hotel sevillano donde se fraguan las operaciones, la habitación del protagonista, la de su jefe, el bar del hotel), y cuenta con escasos y bien delineados personajes que se mueven, por intereses opuestos y con gestos variables, en una densa jungla de compradores y vendedores. El film no cuestiona ningún sueño español, como si cuestionaba el sueño americano la obra de Miller, sino la idea actual del capitalismo y los estragos que este comporta en las relaciones entre personas y las decisiones extremas que deben tomarse para triunfar o subsistir.

Puebla perfila bien su personaje, Salva Lozano, ungido de los atributos del perdedor clásico (su esposa acaba de dejarle, se afeita en los lavabos de los hoteles, fuma como un carretero, bebe un whisky doble para desayunar y sigue la dieta alcohólica hasta altas horas de la madrugada) en un mundo que ha cambiado sin que él se haya dado cuenta (sigue aferrado a triquiñuelas más propias de un personaje picaresco, no sabe idiomas ni relacionarse con el nuevo mundo que le toca vivir). Pero el cineasta desarrolla con idéntica concreción las aparentes figuras colaterales, que son las que darán verdadero juego en este drama moderno sobre el éxito (o más bien la supervivencia: los tiempos son hoy aún más aciagos) a cualquier precio, como reza el subtítulo español de la película de Foley.

No habrá firma para el gran pedido que puede salvar la débil cabeza de Lozano si no hay transacción sexual. Aquí entran en juego, conectados por el demiurgo de pacotilla que pretende ser Lozano, el empresario estadounidense que encarna el siempre homérico Nick Nolte –tres o cuatro días de rodaje y un trato extremadamente cordial y profesional, según me comentó Puebla– y la azafata del congreso que ha ayudado al protagonista traduciéndole del inglés en su primera entrevista, interpretada por María Valverde. Todo confluye en una secuencia, espléndida, construida a partir del rostro y una puerta de ascensor que no se abre: es el instante en el que Lozano queda como atrapado en el tiempo, suspendido en la gravedad de sus propias decisiones, cuando ha permitido que la muchacha entregue su sexo al empresario como única forma para obtener la rúbrica del contrato.

En el recuerdo reciente de Lozano debe pesar la historia que poco antes ha evocado con su jefe y otro compañero, la historia de un viejo conocido que acabó vendiendo cafeteras a puerta fría, es decir, de casa en casa, recorriendo tantos o más kilómetros que el Willy Loman de Miller para obtener una mísera comisión, fallecer antes de tiempo y tener un funeral al que no ha acudido absolutamente nadie de la profesión. Por eso decide lo que decide en esta película de extremada austeridad y contención dramática, una mezcla de cine independiente, cine periférico y serie B –podría sintonizar con la obra del más inclasificable Pablo Llorca– que revela a un autor que esgrime la condición de francotirador con armas más pacientes que virulentas.