Lauren Bacall (1924-2014)
Tenía solo diecinueve años cuando enseñó a Humphrey Bogart a silbar en Tener y no tener, de Howard Hawks (1945). Y desde entonces su carrera iría siempre ligada al nombre del director y, sobre todo, del actor, con el que contrajo matrimonio poco después. Con ambos repitió al año siguiente en El sueño eterno, y su relación con Bogart en la pantalla pareció por momentos un contrato de exclusividad que acuñó un tándem artístico para la eternidad, con títulos como La senda tenebrosa (Delmer Daves, 1947) o Cayo Largo (John Huston, 1948). Pero, pese a las malas pasadas que juega la memoria, conviene recordar que en esos años Bacall también sacó tiempo para compartir cartel con otros mitos del Hollywood dorado, como Charles Boyer (Confidential Agent, Herman Shumlin, 1945) o, poco después, Kirk Douglas en El trompetista o Gary Cooper en El rey del tabaco, ambas en 1950, y a las órdenes de Michael Curtiz. Títulos posteriores, como Escrito sobre el viento (Douglas Sirk), Cómo casarse con un millonario (Jean Negulesco, 1953), o sus dos colaboraciones con Vincente Minnelli, La tela de araña (1955) y Mi desconfiada esposa (1957) acabaron de cimentar su estatus de icono del celuloide. Tras la muerte de su marido se mantuvo alejada de la gran pantalla durante varios años, hasta mediados de la década de los sesenta. En su filmografía posterior destacaron filmes como Harper, investigador privado (Jack Smight, 1966), Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974) y, ya entrado el siglo XXI, le aguantó el tipo en dos ocasiones a Lars von Trier en Dogville (2003) y Manderlay (2005). No, no estuvo en Casablanca. Ni falta que le hizo.
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