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Carlos F. Heredero.

Si el cine es, necesariamente, registro del presente y memoria del pretérito (decíamos en un editorial de hace ya ocho años), parece obligado insistir en la urgencia de preguntarnos cómo registran sus imágenes los temblores de ese presente, cómo los cineastas se hacen cargo de las réplicas que se escuchan todavía hoy desde el pasado, cómo reverberan en las pantallas las sacudidas que experimenta la sociedad que las acoge, cómo las películas dan cuenta del terremoto –a veces silencioso y en ocasiones atronador– que sacude sin cesar los cimientos de la Historia.

En un mundo sometido a una acelerada transformación que apenas deja perspectiva para analizar el presente, en un ecosistema en el que la digitalización está transformando de raíz los hábitos de consumo audiovisual y en el que la experiencia del cine ya no permanece confinada en el marco de las grandes pantallas, las imágenes multiplican sus texturas, y son estas últimas, precisamente, las que nos hablan de lo que ocultan, de lo que transportan y también de su propia historia, como explica Nicole Brenez en la reveladora entrevista que publicamos con ella a propósito de su trabajo junto a Jean-Luc Godard en el proceso de elaboración de El libro de imágenes.

Volvemos así inevitablemente a Godard, ese cineasta que aquí y ahora –seis décadas después de abrir la puerta a la modernidad en la historia del cine con todas las rupturas que proponía Al final de la escapada (1959)– sigue buscando sin cesar, como nunca ha dejado de hacerlo a lo largo de estos últimos sesenta años, nuevos caminos expresivos para el cine, nuevas posibilidades creativas, nuevas formas de trabajar con las imágenes y también la propia materialidad de las imágenes, nuevas maneras de filmarlas, montarlas, sonorizarlas e incluso subtitularlas.

Surge así una rearticulación –en sentido etimológico– de un gigantesco archivo de imágenes y de sonidos que coloca sobre la pantalla una meditación pesimista sobre las tragedias históricas y sobre las imágenes que se repiten a modo de remakes; una indagación incisiva y ferozmente crítica sobre el descalabro de las viejas utopías; una reflexión de hondo sustrato filosófico sobre la crisis de las instituciones y una inmersión –sorprendentemente lírica y melancólica– en el mito de Arabia como cuna de una civilización primero mancillada desde fuera y luego traicionada desde dentro, así como también depósito de relatos y de sabiduría.

Godard colorea secuencias de películas, rasga su textura y satura su cromatismo. Dinamita la continuidad (incluida la de sus propias reflexiones en off), introduce prolongados ‘negros’ de imagen que interrumpen sonidos, secuencias y discursos, quiebra sin cesar la fuente y la localización espacial de la banda sonora (trabajando de manera heterodoxa las posibilidades del dolby 5.1), boicotea toda posibilidad de abandono indolente a la seducción tradicional del lenguaje cinematográfico y nos mantiene alerta sin cesar. No hay tregua ni concesión ninguna: todo se pone en cuestión, todo nos interpela, todo nos interroga y nos sacude.

Sentirse interpelada e interrogada: quizás no haya mejor ni más consecuente estado para la crítica contemporánea que este desafío implícito en El libro de imágenes. Un  reto que deberíamos asumir también, y esta es una reflexión autocrítica, frente a todo tipo de imágenes y de películas, alejándonos de lugares comunes, de clichés agradecidos, de adhesiones incondicionales, de simplificaciones reductoras y de camarillas clientelares. Pensar el cine es también repensar la crítica.