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Carlos F. Heredero.

Las relaciones entre el arte y la Historia son profundamente dialécticas. Una pintura, una obra de teatro, una película, son inevitablemente hijas de su tiempo (nos hablan del presente o del pasado como se les comprende en el momento de su realización), pero también es cierto que el arte detecta a veces, en el sustrato de las sociedades en las que surge, la premonición o el anuncio de un movimiento político, de un impulso histórico al que se adelanta o cuya potencialidad anuncia de forma premonitoria.

El ímpetu, la determinación y la claridad con los que Gus Van Sant narra el ascenso de Harvey Milk (en “una película manifiestamente pro Obama”, decía Carlos Reviriego) hacen imposible dejar de pensar, frente a sus imágenes, en el carismático líder que desafía el estigma de la minoría a la que pertenece y que emerge con fuerza imparable desde el anonimato para despertar los anhelos de una comunidad mucho más amplia, que lo contempla como una esperanza de cambio y de regeneración para la nueva era que Estados Unidos acaba de inaugurar.

Ahora aparecen otras dos películas americanas que, según sugiere Carlos Losilla, “retratan el advenimiento de ese mesías llamado Obama con mayor fidelidad que cualquier otra de tintes más explícitos”. De hecho, si  pensamos El curioso caso de Benjamin Button (Fincher), cuyo relato se abre y se cierra en torno al huracán Katrina, como la metáfora de “un país que necesita dar marcha atrás al reloj para reinventarse”, para que se produzca “la catarsis, la lluvia capaz de limpiar para empezar de cero”, tras un desenlace “apocalíptico pero reparador” (según Gonzalo de Pedro), estaremos también en el mismo territorio. Y si somos capaces de “leer” Gran Torino (Eastwood) como un lúcido exorcismo –igualmente metafórico– del país que arrastra profundas heridas bélicas que todavía sangran, que tiene la tentación de enfrentarse a los nuevos desafíos de la sociedad multirracial con los modales anacrónicos de sus viejas tradiciones, que necesita expiar sus culpas para redimir a sus víctimas y pasar el testigo a una nueva generación no-blanca, volveremos a encontrarnos de frente con el eco resonante de la coyuntura histórica a la que hoy asistimos.

Quizás la misma que ha permitido también la aparición de un film como Vals con Bashir apenas siete meses antes (mayo, 2008) de que el ejército israelí haya entrado de nuevo a sangre y fuego –incluídas las bombas de fósforo blanco sobre la población civil– en territorio palestino. Una valiente disección del olvido y de la ceguera cómplice que arrojaron un manto de silencio sobre las matanzas de Sabra y Shatila emerge, así, como lúcida advertencia premonitoria de que el exterminio puede volver a imponerse. Ya lo dice Jaime Pena: “Beirut, 1982; Gaza, 2009”.

El cine (Harvey Milk, Benjamin Button, Gran Torino, Vals con Bashir) detecta en el subsuelo de la sociedad los arrolladores movimientos sísmicos que empiezan a gestarse, se adelanta a la realidad política del futuro inmediato, otea en el horizonte el cambio de ciclo y empieza a dar forma a las ficciones que, con el paso del tiempo, nos ayudarán a explicar cómo el arte bucea en las pulsiones y en los registros más hondos de la sociedad en la que nace para acompañar a la Historia en su transcurso.