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Carlos F. Heredero.

El estreno de una película de Martin Scorsese es siempre un acontecimiento, pero no le hacemos ningún favor –ni a Scorsese ni a sus películas– si nos instalamos en una desfasada “política de los autores” para rendir acrítico tributo a un cineasta que, nadie lo duda, constituye un faro de referencia para el cine americano de las últimas décadas. La evolución más reciente de su filmografía (El aviador, 2004; Infiltrados, 2006) debería bastar para abrir un provechoso debate que aún está por hacer: el que nos obliga a relacionar los caminos de la autoría personal y las determinaciones del cine industrial; o, lo que es igual, el que nos hace preguntarnos cómo sobreviven los viejos rockeros en el nuevo universo del mercado globalizado a las puertas de una nueva era (digital).

Y, mira por dónde, resulta que Shutter Island se descubre como una obra-espejo, como un territorio propicio para observar de qué manera un autor que viene de ganar el Oscar con su trabajo anterior (Infiltrados), se ha enfrentado al contexto actual, cuando ahora resultaría sin duda mucho más difícil –por no decir imposible– volver a realizar títulos como Taxi Driver, Toro salvaje, El rey de la comedia, Uno de los nuestros, La edad de la inocencia o incluso la mucho más reciente Gangs of New York. Pero la sorpresa es que Scorsese, a pesar de contar aquí otra vez con el respaldo estelar de Leonardo DiCaprio, entrega en esta ocasión una obra que se aleja de las coordenadas dibujadas por los dos títulos que la preceden y que se atreve a explorar aguas mucho menos confortables y, con toda seguridad, mucho más controvertidas.

Scorsese es un autor que juega dentro de las grandes coordenadas industriales, pero que no renuncia a indagar en los más violentos y perturbadores rincones de la psique humana, hasta el punto de convertir las imágenes de Shutter Island en las más desestabilizadoras y alucinógenas de toda su obra, lo que da como resultado una pieza tan difícil de catalogar como sugerente y, sobre todo, particularmente representativa de una determinada coyuntura: la que estaría definida por la dificultad de trabajar hoy en día dentro del cine mainstream sin renunciar a una expresión personal capaz de reciclar además, en forma de expreso trabajo metalingüístico, toda la sabiduría y todo el conocimiento de la historia del cine americano acumulada por su autor.

Y la respuesta de Scorsese es precisamente lo que más nos interesa, porque Shutter Island camina con pericia sobre el alambre para darle finalmente la vuelta a todo su engañoso planteamiento de partida. Así que le podemos tomar prestada la expresión al añorado José Luis Guarner para hablar, otra vez, de cómo “pasar de contrabando los secretos de un estilo”, de cómo “heredar la tradición para prolongarla de manera creativa” (Zunzunegui dixit), de cómo “ajustar cuentas con el pasado” para “otorgar a la obra en curso una densidad nueva” (Zunzunegui, otra vez); de cómo es posible, en definitiva, hacer un inteligente discurso sobre la herencia visual del pretérito para indagar, con el bisturí emponzoñado, en las grandes controversias del pasado histórico sin dejar por ello de hacer cine contemporáneo. El ejemplo está en las pantallas.