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Carlos F. Heredero.

Las aguas del cine español vuelven a estar revueltas. La reciente publicación en el BOE (el pasado 24 de octubre) de la Orden Ministerial que desarrolla la vigente Ley de Cine no ha dejado satisfechos a algunos  sectores de la industria, y las dudas sobre la legalidad de algunas de sus disposiciones se inscriben, incluso, en su propio articulado, puesto que la “Disposición adicional única” congela deliberadamente la convocatoria de “las subvenciones establecidas en esta Orden” hasta que se produzca la “aprobación previa de la comisión Europea”. Con esta eventualidad por delante, puesto que se ha presentado ya oficialmente en Bruselas un recurso contra la nueva normativa por estimar que “pone su acento en el ámbito industrial y no en el cultural, vulnerando así los principios de diversidad y excepción cultural” (según el colectivo “Cineastas contra la Orden”), con la poco satisfactoria traslación de la Ley de Igualdad que muestra su articulado (según las mujeres agrupadas en CYMA), con la complicación adicional que añade la inminente aprobación de la Ley del Audiovisual, con la anunciada y futura Ley de Cine de Cataluña y con las dificultades actuales para la financiación de la industria, la inseguridad parece lejos de despejarse ante el más bien incomprensible desconcierto que transmiten las instituciones respecto a los destinos de la industria cinematográfica y audiovisual de este país.

En medio de semejante paisaje (una encrucijada que, se quiera o no, está llamada a determinar el futuro inmediato del cine español), los cineastas y los profesionales siguen trabajando (cuando pueden) y siguen abriendo nuevos surcos a despecho de la incomprensión de la que frecuentemente son víctimas los intentos de buscar fórmulas contemporáneas para el arte de las imágenes en movimiento. Y el ejemplo más claro nos lo ofrece este mismo mes un joven cineasta de 34 años que estrena una película importante (Los condenados; Premio de la Crítica Internacional en el Festival de San Sebastián), que ha inaugurado una instalación audiovisual en una galería de arte (Lugares que no existen / Google Earth 1.0), que trabaja en un documenal para televisión sobre la figura de Ava Gardner, que prepara una nueva exposición también con materiales audiovisuales (En cos present) y que acaba de emprender viaje a Malí (África) para rodar allí un film a medio camino entre la ficción y el documental con el pintor Miquel Barceló.

Ese cineasta se llama Isaki Lacuesta, es originario de Girona y ciudadano de la galaxia audiovisual. Su obra poliédrica y multimediática aparece hoy, de forma paradigmática, como uno de los más estimulantes síntomas de nuestro tiempo. Síntoma de que las fronteras ya no pueden interponerse entre los presupuestos económicos de las películas, de que los formatos y los soportes ya no son barreras impermeables para la creación, de que el cine forma parte hoy, de manera tan humilde como indisociable, de un marasmo audiovisual que le sobrepasa y en el que se incrustan, de forma tan incesante como promiscua, otras muchas formas de representación visual. Un síntoma, uno más, de que también en España hay cineastas en sintonía con su propio tiempo.