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La muerte reciente de Bertrand Tavernier deja un vacío muy difícil de llenar. Cineasta pasional y comprometido, su obra recorre con energía contagiosa las últimas cuatro décadas del cine francés con algunos destellos que se cuentan entre lo más luminoso del cine europeo de la segunda mitad del siglo XX. Aquí le rinde homenaje quien ha sido el más constante estudioso español de su obra, y también amigo cercano, Esteve Riambau, director de la Filmoteca de Cataluña. Allí se proyectará a principios de julio, en riguroso estreno español, el último trabajo del director: la serie de televisión Voyage à travers le cinéma français.

 

La pantalla y la vida
Por Esteve Riambau

No es casual que el último trabajo de Bertrand Tavernier haya sido el díptico integrado por un magno largometraje documental, Las películas de mi vida, y una complementaria serie de televisión: Voyage à travers le cinéma français. A lo largo de un total de once horas de metraje, el autor de Hoy empieza todo ofrece su visión del cine de su país en términos estrictamente personales y subjetivos: las películas que le hicieron descubrir la pasión de su vida, el cineasta con el que se formó profesionalmente (Jean-Pierre Melville), los directores que él reivindica (Gremillon, Duvivier, Bresson, Autant-Lara) o los actores (Jean Gabin, Michèlle Morgan, Danielle Darrieux, Michel Simon), compositores (Joseph Kosma) y guionistas (Charles Spaak) que configuraron aquel cinéma de papa de los años treinta y cuarenta injustamente demolido por los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague.

En sus inicios como director, Tavernier recurrió precisamente a Jean Aurenche y Pierre Bost, los guionistas vilipendiados por François Truffaut en Une certaine tendence du cinéma français, su clerical diatriba convertida en manifiesto de la Nouvelle Vague. Previamente, Tavernier había escrito simultáneamente en Cahiers du cinéma y Positif, pero pronto tuvo que tomar partido por la segunda mientras distintas generaciones de discípulos de André Bazin vilipendiaron sistemáticamente sus películas en el límite de la humillación.

Tras la cámara, Tavernier también fue un heterodoxo. En su amplia veintena de filmes conjugó la ficción con el documental, el presente con la Historia (con particulares incursiones en la Edad Media o la Primera Guerra Mundial y la Belle Époque), los guiones originales propios o ajenos (junto a guionista como Colo O’Hagan, Jean Cosmos) con las adaptaciones (Georges Simenon, Jim Thompson o James Lee Burke), los actores fetiche (Philippe Noiret, Philippe Torreton) con músicos de jazz (Dexter Gordon) o estrellas como Dirk Bogarde (Daddy Nostalgie), Romy Schneider (La muerte en directo) o Tommy Lee Jones (En el centro de la tormenta).

Su estilo, aparentemente ecléctico, no está tan subordinado al clasicismo como parece. Mientras rodaba En el centro de la tormenta en los pantanos de Louisiana, el coproductor norteamericano le indicaba los planos que a su juicio faltaban para conseguir un montaje convencional del que Tavernier abjuró a favor de su versión europea. Sus movimientos de cámara son frecuentemente frenéticos, adaptados a unos personajes inquietos que luchan contra sistemas arbitrarios de los que discrepan: ya sean los militares de La vida y nada más o Capitán Conan, el policía antidroga de L-627, el maestro de Hoy empieza todo, el cineasta afiliado a la Resistencia de Salvoconducto, los padres adoptivos de La pequeña Lola o el amante del jazz de Alrededor de la medinoche. Tavernier se sitúa siempre en el límite del absurdo, en esos días de la Primera Guerra Mundial que siguieron al armisticio, en esos jóvenes impulsados al asesinato en La carnaza, en el África colonial de Coup de torchon o en los vericuetos de la política francesa en Quai d’Orsay. Incluso en el terreno documental, La Guerre sans nom reivindica el conflicto argelino, privado oficialmente de un estatus bélico para no reconocer a sus víctimas.

La diversidad temática de los filmes de Tavernier corresponde a su pluralidad de intereses. Lector y espectador compulsivo, autor de esenciales libros de cine que destilan un pensamiento forjado desde las imágenes o presidente del Institut Lumière de Lyon (su ciudad natal y también la del cinematógrafo), derrochaba contagiosos torrentes de información tan erudita como amena. El título del diario de rodaje de L-627 es, precisamente, Qu’est-ce qu’on attend? porque Tavernier no esperaba. Incansable, saltaba de un tema a otro con el cine como denominador común a través de una cinefilia que no excluía el compromiso político, la defensa de la diversidad cultural pero tampoco el jazz o la gastronomía.

Había sido agente de prensa de John Ford o de Stanley Kubrick, defensor de cineastas norteamericanos de la injustamente llamada serie B y amigo de Martin Scorsese, probablemente por la mediación de Michael Powell. Cuando, en 1991, con Mirito Torreiro lo conocimos en su apartamento del Marais para escribir un libro sobre su obra, él estaba preparando su monumental volumen Cincuenta años de cine norteamericano con la ayuda de los VHS que le enviaba su colega de Estados Unidos. Desde entonces, nos veíamos periódicamente en los festivales, pero también en París o Barcelona. Ocasionalmente, me consultaba por teléfono o por mail detalles de subterráneas coproducciones españolas que luego recomendaba en su desbordante blog de libros y DVD. Lo suyo era, sin embargo, el cuerpo a cuerpo: a pie de la pantalla de un cine o frente a una buena mesa como escenarios de conversaciones memorables. Nunca le agradeceré bastante que escribiese el prólogo de mi libro Al final de la escapada. El cine francés después de la Nouvelle Vague o que, en pleno festival de San Sebastián, donde presentaba La pequeña Lola, acudiese a la proyección de La doble vida del faquir, la película que codirigí con Elisabet Cabeza.

En justa correspondencia, desde la Filmoteca de Catalunya le ofrecimos una carta blanca que vino a presentar en 2016, repuesto de una grave enfermedad. Propuso algunas de las películas de su vida, dirigidas por Delannoy, Siodmak, Becker y, muy especialmente, La mano del diablo de Maurice Tourneur, que convertimos en cómplice signo de salutación. Un año más tarde, regresó a Barcelona para el preestreno de Las películas de mi vida y celebramos su aniversario en un restaurante de la plaza Manuel Vázquez Montalbán, uno de sus ídolos literarios y gastronómicos. Todavía nos volvimos a ver unos meses más tarde, en París. Cenamos cerca de su casa y, a la mañana siguiente, me citó en su apartamento para que escuchase algunos pasajes de la banda sonora de la serie televisiva en la que prolongaba su admiración por un determinado cine francés.

Con el próximo estreno en España de Voyage à travers le cinéma français, en la Filmoteca de Cataluña, recuperamos una serie de televisión que remite al viaje de Scorsese por el cine norteamericano y el italiano, y que, en lo tocante a Tavernier, reafirma una pasión por el cine que no excluía la realidad. A diferencia del truffautiano ‘la pantalla era la vida’, para Tavernier la una y la otra no eran términos excluyentes. No por casualidad, una de sus mejores películas recurre a un verso de Paul Éluard (Le Bonheur et rien d’autre) para titularse, precisamente, La vida y nada más.