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Gonzalo de Pedro.

Entre las múltiples capas que pueden desgranarse del segundo largometraje (tras el sorprendente Pic-Nic, en 2007) de Eloy Enciso,  nacido en Lugo, está una no menor: la película como vía para la recuperación de un idioma y, más en concreto, de un acento, de una sonoridad particular. Las palabras, no solo en su sentido textual, como vehículos de contenido, sino también, o sobre todo, como entes materiales, piezas sonoras y casi físicas, con sus texturas y sus rugosidades; la palabra como materia y signo, y no solo como significado. La palabra específica, el ritmo, la cadencia, el eco de un idioma, como protagonista y actor. Un proyecto que podría parecer lateral, y que, sin embargo, está en el corazón de esta película: ¿qué otro sentido puede tener si no filmar a los habitantes de una zona semiolvidada, entre Galicia y Portugal, recitando, sin pretensión alguna de naturalismo, las palabras de O bosque, obra teatral escrita por el también gallego Jenaro Marinhas del Valle en 1977? El proyecto de Enciso no pasa por reconstruir la ficción teatral a través de su puesta en escena con actores no profesionales, sino por llegar a ellos a través de un proceso bien alejado del retrato observacional: la puesta en escena no busca, en este caso, la construcción de una narrativa, sino el protagonismo de las voces despojadas de casi cualquier contenido. El proceso que llevó a Enciso, y a su guionista, José Manuel Sande, hasta el estado actual de la película es largo, y arrancó en el trabajo con los habitantes de la zona con la citada obra de teatro, obra que de corazón del film pasó a ser una simple estrategia, un escalón desde el que lanzarse a una película más despojada, que combina el registro más físico de los trabajos manuales con ese proceso de restitución de la palabra como elemento cinematográfico. Dos partes que son dos caras de una misma realidad, la de una vida enraizada con una naturaleza omnipresente y turbadora.

Esa puesta en escena, esa superposición de la ficción sobre la realidad, no es sino una constatación de la propia película de su incapacidad, bendita incapacidad, que es al mismo tiempo la de todo el aparato cinematográfico, para construir un retrato veraz de la vida usando las herramientas documentales en su sentido más convencional. La antropología como proyecto fracasado y, a la vez, como punto de partida para un trabajo más experimental, que emplea la ficción como camino de ida y vuelta, y no como meta.